Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 22 de julio de 2012 Num: 907

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Dos poemas
Stelios Yeranis

Manuel Rojas, un chileno del mundo
Ximena Ortúzar

Martín Adán y la otra vida
Cristian Jara

Pedro Lemebel y la poética de la agrietada memoria
Gerardo Bustamante

Mendigos y clochards
Vilma Fuentes

Los hermanos Grimm:
dos siglos de actualidad

Ricardo Guzmán Wolffer

Gerassi desnuda a Sartre
Adriana Cortés Koloffon entrevista con John Gerassi, periodista francés

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Ana Luisa Valdés

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Mendigos y clochards


Un clochard en París en los años cincuenta
Foto: Patrice Molinard

Vilma Fuentes

El sesentón, bien conservado, panzón, traje y corbata, un bastón que no necesita, pero es parte de lo que él cree su elegancia, entra al café-bar con un paso silencioso y frío como su irritación. El hombre es cliente, los meseros conocen sus gustos: vodka cuando está de buenas, campari triple cuando su mujer lo ha puesto de malas. No soporta las bebidas azucaradas, reavivan su cólera cuando no la aumentan.

Los jóvenes parroquianos conocen a la pareja. Parte de las diversiones del café: la escena conyugal se repite tarde tras tarde, o casi. Frecuentado por una clientela joven, el café, no ha cambiado desde su apertura medio siglo atrás. Pero su clientela cambia con la edad. El ruido y las risas estridentes alejan a las personas mayores. Excepto a esa pareja que no parece darse cuenta del paso del tiempo.

Hoy, la palidez del sexagenario, quien no soporta la espera y se ve obligado a esperar a su esposa, anuncia una escena conyugal particularmente memorable. La mujer se atrasa dando limosna a los mendigos que ocupan la acera junto al café.

–Parece que lo hace a propósito, murmura para sí.

–¿Dice usted?–, pregunta el joven mesero.

–Triple campari.

–¿El señor anda de malas?–, dice sin sorna el servidor.

El hombre, sin responder, lo mira con tal fijeza a los ojos que lo hace alejarse de inmediato, antes de recibir un bastonazo.

La mujer, una quincuagenaria envejecida, algo jorobada, gordezuela, con un sombrerito que exhala naftalina, traje sastre oscuro y zapatos bajos, cruza el umbral del café con una sonrisa beata. No acaba de sentarse a la mesa cuando el hombre la interpela en forma abrupta.

–¿Estás contenta? Ya fuiste a hacer tus buenas obras. A distribuir dinero a tus clochards.

–Joven, por favor, sírvame un té–, pide al mesero sin responder al enojo de su marido. Con calma se vuelve hacia él, pone la cara de víctima que más lo exaspera y finge un miedo exagerado que utiliza para arreciar la cólera del hombre.

–Te pregunto si estás satisfecha.

–No distribuí ningún dinero a los clochards. Ayudé a los mendigos, miserables que necesitan comer.

Clochard, mendigos, es lo mismo. Harías mejor en dar tus limosnas a los clochards, en vez de a tus pordioseros. Una banda, ¿qué digo?, una congregación, una secta, una asociación secreta, espías extranjeros... Si al menos sirvieran de indicadores a nuestra policía. La voz del hombre sube de tono al mismo tiempo que su delirio, el cual se da cuerda él mismo como un reloj automático que aumentase su velocidad e hiciera pasar con más rapidez el tiempo.

–No voy a dar un quinto a un clochard para que se emborrache y mate a alguien, si no se mata él solito, mi amorcito.

–No me llames “amorcito”, queridita. ¿No te dijo tu gran amiga, la dueña de la tabaquería, que los mendigos la asuelan todas las noches pidiéndole que les cambie sus monedas por billetes? ¿Que ganan entre ciento cincuenta y doscientos euros diarios? Más que ella trabajando duro doce horas cada día de la semana.

–Tendrá envidia, dice con ironía la mujer después de dar un sorbo a su té. ¿Y por qué no pide limosna ella si es tan productivo el negocio?

–Porque debe tener su dignidad, cosa que no tienen tus clochards.

–No son clochards, esas aves migratorias que desparecen, como de casualidad, en invierno y regresan a París con la primavera. Sólo para embriagarse y dar el mal ejemplo.

–Y, ¿a quién crees que sirven de “ejemplo”? ¿Crees que los pasantes los ven como un ideal de vida? En todo caso, ellos al menos no ocultan para qué piden limosna, mientras que tus mendigos sí.

–Piden para comer. No tienen trabajo.

–¿Más trabajo que el suyo? Llegan a sus puestos, su territorio distribuido como la acera entre las respetuosas, cada mañana a la hora exacta. Están organizados como una próspera empresa. Ve tú a saber si el ciego de veras no ve, si tu amputado no tiene sus dos piernas...

–Yo vi su muñón.

–Lo enseña para asustar a los niños y a las idiotas, perdón, ingenuas como tú. Y la muchacha con su muñeca envuelta en su chal y que hace pasar por un bebé desde hace cinco años. Al menos a la muñeca la viste.

–La chica perdió a su hijo y se consuela con la muñeca.

–Patrañas.

Los jóvenes parroquianos guardan silencio y se hacen señas, se lanzan guiños de ojos, se sonríen conteniendo la carcajada, mientras siguen con atención la escena conyugal cotidiana entre el viejo xenófobo y la remilgada mojigata.

El sesentón se da cuenta de que su mujer y él son el hazmerreír del café. Lo sabe, pero no le importa. Al contrario, parece darle gusto.

–Te están mirando–, dice a su esposa con sorna tratando de herirla.

–Sin duda están de acuerdo conmigo. Los mendigos son mendigos y los clochards, clochards.

–Sí, desde luego, y cada grupo debe tener su filosofía, su ética, su política. Igualito que las cigarras y las hormigas.

–Porque tú eres capaz de confundir una hormiga con una cigarra si te encuentras con uno de esos insectos, amorcito.

–Y tú debes tener miedo de volverte una clochard. Por eso les das limosna, no por caridad, por superstición. Para exorcizar su suerte.

–Estás loco.

–Y tú, queridita, estás rematadamente loca. ¿Cuánto dinero no le diste al viejo avaro que era dueño de un departamento seis veces más grande que el nuestro? Y tus pordioseros con derechos, ahora, ¿no me lo dijiste tú misma?, exigen, ya no suplican. ¿No te gritó un pordiosero hace un mes, cuando sólo le diste un euro, que con eso no le alcanzaba para su hotel?

Los faroles se encienden en el bulevar. La pareja guarda silencio y los jóvenes clientes vuelven a sus charlas entre ellos. La función ha terminado.

El sesentón arroja un billete y sale del café sin esperar el cambio, que ella espera y embolsa, prometiéndose, y haciéndose gala de su buena conciencia, darlo a los pordioseros. Él sonríe pensando en esos clochards y mendigos que, después de todo, son siempre un tema de disputa con su devota mujer y les dan los motivos del diálogo de sordos que les mantiene vivo el odio y les sirve de fidelidad a los lazos matrimoniales.