Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 22 de julio de 2012 Num: 907

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Dos poemas
Stelios Yeranis

Manuel Rojas, un chileno del mundo
Ximena Ortúzar

Martín Adán y la otra vida
Cristian Jara

Pedro Lemebel y la poética de la agrietada memoria
Gerardo Bustamante

Mendigos y clochards
Vilma Fuentes

Los hermanos Grimm:
dos siglos de actualidad

Ricardo Guzmán Wolffer

Gerassi desnuda a Sartre
Adriana Cortés Koloffon entrevista con John Gerassi, periodista francés

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Ana Luisa Valdés

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Verónica Murguía

Adiós, Nora

El 27 de junio murió Nora Ephron. Seguramente será recordada por sus guiones para películas (Cuando Harry conoció a SallyTienes un email; Julie & Julia), pero a mí lo que me más gustaba eran sus ensayos. La quise como a una conocida. No como a Marguerite Yourcenar o a Úrsula Le Guin, mis autoras favoritas. Esas dos no suscitan la familiaridad que Nora Ephron me provocaba. Son minervinas, distantes.

Le Guin todavía vive y me da mucha alegría leer cualquier cosa que escriba. La adoro. Pero a pesar de que sonríe en la foto que miro a diario, me intimida la sosegada autoridad de su expresión. De Yourcenar, ni digo. Fue una joven bellísima, una anciana imponente a la que no le importaban las arrugas. Un genio.

¿Cómo hablar de depilación o clases de Pilates con ellas? ¿Del horror de ponerse un traje de baño bajo los focos como de morgue de los probadores en las tiendas? En cambio, con Nora Ephron daban ganas de hablar de todo.

Lloré cuando supe que había muerto, pues supuse, además, que entendía de dónde salía el sabor agridulce de su último libro, que en español se titularía Ya no me acuerdo de nada.

En esta colección de ensayos hay, por ejemplo, una suerte de melancólica disculpa escrita para Lillian Hellman titulada Pentimento. Pentimento, recordará el lector, es el título de un libro autobiográfico de Hellman, prolífica autora teatral y compañera sentimental de Dashiell Hammett. Ephron la admiraba y la entrevistó. Una amistad nació de la entrevista, misma que se arruinó años más tarde cuando Hellman y Ephron tuvieron diferencias en ocasión del divorcio de ésta última.

Una tontería. Ephron lo admite. Confiesa, además, que aunque Hellman no era la persona que ella imaginó, nadie hubiera podido llenar los zapatos que trató de calzarle:  “La historia es siempre la misma:  la mujer más joven que admira a una mujer mayor; la persigue hasta conocerla; la mujer mayor se deja querer; la mujer joven se da cuenta de que la mujer mayor es un ser humano con defectos como cualquiera; la historia termina.”

El ensayo sigue y dice: “Si la mujer más joven es escritora, tarde o temprano escribirá algo acerca de la mujer mayor. Y pasarán los años. Y ella también envejecerá. Y habrá momentos en que querrá disculparse –al menos por la forma en la que todo se acabó. Y éste es, quizás, un momento de esos.”

Esta franqueza, esta mordaz mirada, gravita sobre cada una de las páginas de Ya no me acuerdo de nada. La memoria y sus imprevistas traiciones (“En cierta forma, estoy desperdiciando mi vida: si yo no me acuerdo de nada de lo que he hecho, ¿quién puede?”); el cuerpo al que desconocemos; el sexo y su lento apagarse; las medidas de la felicidad; el amor; el fracaso –afirma que lo mejor que escribió en la vida se malogró y no dejó de doler–;  las sabidurías obtenidas al final, son sus temas. La muerte.

“Gente que corre cuatro millas al día y sólo come nueces y bayas, cae muerta. Gente que bebe media botella de whisky y se fuma dos paquetes de cigarros, cae muerta. De repente estás en la lotería, la versión extrema de cualquier juego de azar, y un día, la suerte nos negará la sonrisa. Todos moriremos.” Y admite que por más que quiere decir o descubrir algo profundo acerca de esto, no puede.

Se pregunta: ¿si supiera que estoy viviendo los últimos días de mi vida, haría lo que hago ahora? La respuesta, juiciosa y simple, era que sí. Aunque se preguntaba si era poco ambiciosa por eso, su vida le gustaba.

Para ella un día perfecto era comer natilla y pasear en el parque, o ir al teatro y cenar italiano. Me parece hermoso y asequible. ¿Por qué lo viable y lo perfecto tienen que ser mutuamente excluyentes?

Sus ensayos siempre me han dado qué pensar. Me obligan a examinar cómo he cambiado. Cuando era joven, yo creía que tal vez el mejor día sería el del triunfo (¿Un premio?, ¿un trofeo?, ¿qué?); o el de la boda (estuvo buenísima); o quizás el momento de llegar al lugar soñado (¿La catedral de Colonia? ¿El mar Caribe?)

Luego me dio por pensar que ese día sería aquél en el que lograría parecerme lo más posible a mi idea de lo mejor. Pero nunca he sabido con exactitud cuál es esa idea. Ahora creo que el día perfecto es cualquier día que pueda valorar. Y si es con David, mejor.

Aspiro a tener una sonriente resignación ante la muerte –siempre que no ocurra en medio de la violencia y el odio– y un chiste, agrio pero bueno, ante las fragilidades de la vejez. Como Nora Ephron.