Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 22 de julio de 2012 Num: 907

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Dos poemas
Stelios Yeranis

Manuel Rojas, un chileno del mundo
Ximena Ortúzar

Martín Adán y la otra vida
Cristian Jara

Pedro Lemebel y la poética de la agrietada memoria
Gerardo Bustamante

Mendigos y clochards
Vilma Fuentes

Los hermanos Grimm:
dos siglos de actualidad

Ricardo Guzmán Wolffer

Gerassi desnuda a Sartre
Adriana Cortés Koloffon entrevista con John Gerassi, periodista francés

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Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

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Luis Tovar

Galería
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Al Vuelo
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Javier Sicilia

La poesía y la miseria

“¿Para qué poetas en tiempos de miseria? ” Esta pregunta que formula Hölderlin en ese hermoso poema que es  “Pan y vino”,  que los poetas hoy en México debíamos formularnos cada día, y que podría precisarse más preguntando, ¿para qué la poesía en tiempos de miseria?, tiene una inquietante respuesta en esa extraña novela –o sería mejor llamarla poema sinfónico– que es La muerte de Virgilio, de Hermann Broch.

Concebida en Altt-Ausse, a donde la Gestapo había confinado a Broch, y concluida en el exilio de ese tiempo miserable, Broch imagina a Virgilio durante las últimas horas de su vida, dirimiendo en su corazón si debía o no quemar la Eneida porque “nada puede el poeta, ningún mal puede evitar; se le escucha únicamente cuando magnifica el mundo, pero no cuando lo representa tal como es.  ¡Sólo la mentira es gloria, mas no el conocimiento! ¿Y sería posible, pues, pensar que a la Eneida le tocaría ejercer otra influencia, una influencia mejor?”

Aunque sabía que no ejercería una influencia mejor y que la poesía no servía para nada en tiempos de miseria, Virgilio, por la amistad que lo unía a Augusto, no quema la Eneida, pero se sumerge en el silencio de la muerte. Tampoco Broch quemó su novela, pero se encerró en el silencio de las matemáticas.


Hermann Broch

Ambos actos no son, quizá, más que la confirmación de lo que el poema de Hölderlin revela: vivimos, desde la aparición y la muerte de Cristo, la ausencia del Dios.  “Un atardecer –escribió Heidegger en 1946 al comentar el poema con motivo de los veinte años de la muerte de Rilke– que se convirtió en noche”,  la noche de la miseria y de la barbarie que sólo el poeta reconoce en su horror.

Frente a esa noche nada hay que pueda decirse para revelar el conocimiento y evitar el mal que la ausencia del Dios instaló en la conciencia de los hombres. “El mundo –vuelvo a Heidegger– pende [desde entonces] del abismo, porque carece de fundamento.” Pero si la mayoría de los seres humanos puede vivir miserablemente allí, produciendo o soportando lo intolerable, el poeta no olvida la noche ni, adaptándose a ella, trata de abandonar el abismo. Asume, por el contrario, experimentar la ausencia del Dios, del conocimiento, para decirlo con Broch, donde habita la palabra. Porque sólo allí, en la experiencia de la ausencia como ausencia y su silencio, se prepara, diría Hölderlin, el advenimiento de la presencia que sólo se vislumbra en la contemplación, es decir, en el don de la visión que aparece cuando, en medio de la noche y de la ausencia, se miran las huellas que la divinidad dejó. Para Hölderlin son el pan, el vino y la sustancia de las cosas; para Broch, las matemáticas y su correlato acústico, la música. De allí que al final de La muerte de Virgilio el poeta experimente, desde el silencio que antecede a la muerte, la palabra como “lo concebiblemente inefable”, como eso que la novela balbucea con una belleza y una verdad inigualables, en medio de la miseria de su época:  “La palabra se cernía sobre la nada, flotaba más allá de lo expresable y lo inexpresable, y él, sobrecogido por la palabra y rodeado por su rumor, se cernía con la palabra; no obstante, cuanto más lo envolvía, cuanto más penetraba en él, sobrecogido por la palabra y rodeado por su rumor, se cernía con la palabra; no obstante, cuanto más le envolvía, cuanto más penetraba él en ese mar de sonido y era penetrado por él, tanto más inaccesible y grande, tanto más pesada e inaprensible se tornaba la palabra, un mar cerniéndose, un fuego cerniéndose, pesado como el mar y leve como el mar, sin dejar por ello de seguir siendo palabra: no pudo retenerlo y no debía hacerlo; para él era inconcebiblemente inefable, pues estaba más allá del lenguaje.”

El poeta y la poesía, parece responder Broch a la pregunta de Hölderlin, no sirven para nada en tiempos de la miseria. Su función, tal vez, sea contemplar en la noche la gratuidad del advenimiento de la palabra que se resguarda en la inefabilidad del silencio y quizá, en algún momento, balbucirla para encender una vela.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.