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Presentación 
Bazar de asombros 
      Hugo Gutiérrez Vega 
Bitácora bifronte 
  Jair Cortés 
Dos poemas 
  Stelios Yeranis 
Manuel Rojas, un chileno del mundo 
  Ximena Ortúzar 
Martín Adán y la otra vida 
  Cristian Jara 
Pedro Lemebel y la poética de la agrietada memoria 
  Gerardo Bustamante 
Mendigos y clochards 
  Vilma Fuentes 
Los hermanos Grimm: 
  dos siglos de actualidad 
  Ricardo Guzmán Wolffer 
Gerassi desnuda a Sartre 
  Adriana Cortés Koloffon entrevista con John Gerassi, periodista francés 
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    Con el pretexto 
    Enrique Héctor Gonzaléz 
    
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        Pretexta o El Cronista Enmascarado,       
        Federico Campbell,  
		Ediciones Sin Nombre / Universidad del Claustro de Sor Juana, 
        México, 2011.
   
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    El escritor reedita su novela  luego de treinta y dos años y, como a Pierre Menard, el tiempo le escarmena (o escatima o tima solamente) el contexto para  que la historia diga otra cosa (o algo por el estilo).  Y es precisamente una cita de El contexto, de Leonardo Sciascia, autor de  cabecera de Campbell y  sobre quien escribió alguna vez el ameno y precavido ensayo La memoria de  Sciascia, la que sirve de epígrafe a esta novela escrita en tiempos priístas  y reeditada cuando ya todos sabemos a quién le dan pan que llore. 
    Se trata de una historia política y a pesar  de ello elaborada y sutil, atractiva y redonda, en absoluto coyuntural u  oportunista. La adjetivación favorable obedece quizá a que escapa –la atmósfera  es de espionaje– de la circunstancia  inmediata de su anécdota (un autor fantasma, pagado por el Poder, escribe un libelo, bajo el brumoso  apelativo de Bruno, con el fin de desacreditar, destruir la imagen de  cierto intelectual –antiguo maestro suyo– que es crítico del sistema) para  morderse la cola y convertir esa abyección  moral en deliberado refugio y puesta en juego (y en duda) de su propia existencia como escritor paranoico que sufre  la angustia de ser descubierto o formar parte de una trama cuyos hilos desconoce. 
    La reedición  del libro, treinta y pocos años después, parece algo más que un buen pretexto para celebrar los setenta de vida de Federico Campbell (Tijuana,  1941), periodista, entrevistador y escritor  confeso de unas cuantas novelas que, acaso por la circunstancia de los  dos primeros oficios, no han recibido la atención que merecen. Porque Pretexta,  sin ir más lejos, fue elogiada en su momento  (1979) en razón de las diversas virtudes metaliterarias que la animan; y  el beckettiano monólogo Todo lo de las focas (1982) participa de una hibridación  del lenguaje poético y dramático como ninguna novela,  corta o larga, lo hizo antes o después, si exceptuamos Noticias del Imperio,  de Fernando del Paso. Y sin embargo, Campbell no ha  sido reconocido ni leído suficientemente en su faceta de narrador. 
    El riguroso  retrato del profesor Ocaranza al que se entrega Bruno  Medina es lo mismo un ejercicio de imaginación policíaca que una paciente  reconstrucción del yo. El libro, entonces, deja muy atrás el situacionismo propio  de la narrativa política para alojarse en un más allá de índole metafísica,  ontológica. ¿Es la personalidad propia una construcción de los otros que nos  encargamos de certificar en aras de oscuras  intenciones? ¿Es el otro un espejo  “que me da plena existencia”? Cosío  Villegas, Revueltas o algunos otros intelectuales que radiografiaron la podredumbre del sistema en los años sesenta y setenta  asoman hechos jirones detrás de Álvaro Ocaranza, quien los trasciende, por  cierto, en virtud de que se trata de un personaje de ficción del cronista  enmascarado, que a su vez es y no es Campbell, es y no es el joven escritor  siempre dispuesto a ultimar a sus maestros para poder existir. 
    Como en el “Pierre Menard” de  Borges, el tiempo ha trabajado estos treinta y dos años en favor de Pretexta.  Sin proponérselo, Campbell ha anticipado el climaterio de nuestra actual superchería  política, la menopausia de un sistema que ha perdido su fertilidad en la  medida en que se ha ajustado mil veces para  sobrevivir, “haiga sido como haiga sido”. La diatriba contra Ocaranza sigue  siendo vigente porque de ese modo, sedicioso y oscuro, se sigue manejando una  clase política que, aun cambiando de PRI  a PAN, no deja de urdir la misma  tela emponzoñada donde la mentira es la araña  mayor. Sólo que la historia sigue recorriendo las islas de nuestra vida  pública como el otoño lezamiano, y ya no es necesario vituperar a un hombre  para dejarlo fuera de la jugada: ahora se estila pasarlo por el narco del triunfo.
      
     
Pasar por el espejo 
Jaime Labastida 
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        Saga del veedor y otros poemas,       
        Juan Guillermo López,  
		Siglo xxi/Colegio Superior para la Educación Integral Intercultural de Oaxaca, 
        México, 2012. 
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¿Qué es  un veedor? El concepto ha caído en desuso. Se  trata de un arcaísmo. En sus orígenes, la forma del verbo español ver exigía  una duplicación en la vocal y se decía (y se escribía) veer. De ahí veedor, aquel que mira con atención (o con curiosidad) las cosas. Sin embargo, en la España medieval un veedor era,  además, un hombre que tenía un oficio: el de vigilar que se cumplieran las  ordenanzas, en las ciudades y en las villas, de los gremios encargados de los  bastimentos. En sentido amplio, un veedor es un hombre que visita e inspecciona y advierte, así, lo que sucede.  
Había oidores, ministros de toga que en las audiencias del reino dictaban sentencias y participaban en los  juicios. Había oidores, pues, como había veedores. Oidor era  hombre especializado en oír, mejor dicho, en oír bien, en discernir la verdad  en la maraña de palabras que estaba obligado  a escuchar. Veedor, a su vez, era el hombre que sabía ver y podía juzgar en  consecuencia. Ahora, Juan Guillermo López resucita la palabra y se autocelebra  como un veedor.  
Pero, ¿qué ve  este veedor? La primera respuesta que nos asalta es que se ve a sí mismo; antes que otra cosa, el oficio de este veedor  consiste en verse a sí mismo. ¿Qué ve el veedor, cómo lo ve y a través de qué  instrumento? La respuesta que se nos ofrece es clara: se ve a través de un  espejo. Por eso, las dos secciones iniciales del libro responden a los títulos  “Don del espejo” y “Espejo que no refleja nada”. 
Lo primero que se mira en el espejo es el  rostro propio, el rostro del que mira. Por esto en la poesía de Juan Guillermo  López hay una mirada, sí, pero una mirada que no va de manera directa hacia las  cosas, sino que pasa, para verlas, por el  espejo. ¿Qué efecto se obtiene, al mirarse a sí mismo y, de igual  manera, al ver a las cosas a través del espejo? Una sensación de distancia, una  certidumbre de alejamiento. Lo que el poeta  ve en el espejo (en el vidrio que ha recibido una capa de azogue, en el  cristal de un estanque o en el espejo de palabras que forman el poema) son  imágenes. Diría más, imágenes detenidas, privadas de tiempo. 
Vayamos a los  versos con los que se abre el libro: “El tiempo se  detiene/ y al anular su efecto sobre el mundo/ refleja solamente lo que  quiere.” El vínculo entre el tiempo y el espejo es un vínculo vacío: el espejo  detiene el tiempo. El espejo es un “lugar donde calla la memoria”; el “cristal  de agua” muestra que, en su fondo, el poeta es “sólo imagen” y que “nada de realidad atestigua” su paso. “La voz no  existe entonces. En la noche, el silencio.” 
Adviértase: en el espejo no existe la voz,  no hay un sonido, sólo el silencio. Da la impresión de que, si hubiera  palabras, serían sólo palabras escritas, jamás dichas. Así, “la imagen escapa  del sonido para desesperar ante el espejo”.  En la segunda sección del libro, esta ausencia de voz, este silencio se determina aún más: “el tiempo ya no es”, aun cuando “en otro lado debe estar la vida”. ¿Qué intenta, pues, el poeta? ¿“Buscarse en un espejo que no existe”? Hay un verso, un endecasílabo magnífico, un endecasílabo yámbico perfecto,  decisivo, a mi juicio, en el conjunto del libro:  “El diálogo brutal de los objetos.” ¡Hermoso verso! 
Los objetos  sostienen “un diálogo brutal”. ¿Entre sí? ¿Con el hombre que los mira? Pero el veedor, a su vez, ¿solamente los mira y, además, a través de un espejo, quiero decir, nunca de una  manera directa? ¿Los toca? ¿Los acaricia? ¿Los transforma? ¿Juega con ellos? Hay en todo el poema (pues  considero este libro como un solo poema dividido en cuatro partes), una  angustia infinita, una melancolía imposible  de soslayar. ¿Qué queda? El “vacío,  esa otredad detrás de cada cosa,/ ese nadar en un río que nunca es” ya que sus corrientes van “hacia ninguna parte”. Así, el  poeta no se engaña y nos dice: “La realidad ocurre en otro lado”, o sea, en este lado del espejo, en el lado que el poeta  abandona para hundirse en imágenes (de sí mismo, del mundo): “Volver al  silencio./ Ausencia,/ hueco y piedra,/ espejo de la voz que no se nombra.” 
Por estas  razones, “El veedor vio su cuerpo como un sueño” y, ya invidente: “busca en el espejo/ la imagen que le acosa”. La conclusión es rotunda en el verso  final: “Permanente Babel es el silencio.” Es decir,  ni siquiera en lo más profundo del silencio se puede hallar el sentido de las  cosas; ni sólo en el silencio es posible oír (o ver) lo que las cosas  significan. 
Al final, hay sólo un vacío. La  poesía de Juan Guillermo López es, sin duda, hija directa de los Nocturnos de Xavier Villaurrutia y se inscribe en esa misma pasión, mortal y desolada.  
 
A cien años de Strindberg 
Edgar Aguilar 
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        Strindberg: el alquimista infernal del teatro,       
        Víctor Grovas Hajj,  
		Libros de Godot, 
        México, 2012. 
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Cuando  Edgar Allan Poe deliraba en las calles de Baltimore  y luego moría miserablemente en el hospital universitario de Washington  –según las crónicas de la época–, aquel fatídico año de 1849, “en el tercer  piso de una amplia casa cerca de la iglesia de Clara en Estocolmo, el hijo del  agente viajero y la criada de casa despertó a la conciencia. Las primeras impresiones del niño, tal cual lo recuerda  años después, fueron miedo y hambre”. Así,  del otro lado del Atlántico, August Strindberg (1849-1912) saludaba al  mundo.  
En el centésimo  aniversario de su muerte, Strindberg: el alquimista infernal del teatro, de Víctor Grovas Hajj, “pretende hacer un homenaje a quien fue uno de los  transformadores del teatro  moderno”. Homenaje que cumple como nota biográfica, aunque adolece de una más profunda  compenetración en la obra dramática del escritor sueco. No obstante, hay en el  presente estudio varios aspectos sobresalientes, a pesar del tono y el estilo  académico del autor y de una serie de erratas a lo largo del libro, donde se  integra una breve pieza de Strindberg y un modesto dossier, al  final del mismo, dedicado a él.   
En la figura de  Strindberg se unen y complementan una infinitud de  caracteres y de aficiones de diversa índole (la alquimia, la pintura, la  historia, el ocultismo y la teosofía, entre otras), aunado a su visión trágica  y visceral del matrimonio, que lo marcaría para siempre y desarrollaría en  obras posteriores como Infierno. Sin embargo, una de sus más grandes aportaciones, como  bien lo menciona Víctor Govas, está en su concepción  del teatro: “Strindberg señalaba la relación  entre sus obras ‘de cámara’ y los conciertos ‘de cámara’ y como sabemos,  la relación entre la música y la acción como  contrapunto en estas obras contribuía a la ‘polifonía’ que buscaba Strindberg  en estas obras cortas y desnudas de toda construcción naturalista.”  
En efecto, el vínculo música-teatro es  apenas el punto de partida de una compleja y novedosa obra dramática que  vislumbraba ya en su economía de medios  escenográficos, en el innovador manejo de luces para dar una mayor  expresividad a los actores, en su desenvolvimiento escénico, en la interacción  más cercana con el público –Strindberg crea su propia compañía y funda su  Intima Teatern para dicho propósito–, en la resolución psicológica de sus  personajes y en la contención emocional de  sus dramas, lo que a la postre se convertiría  en la culminación del teatro moderno, como preámbulo del surrealismo y  del teatro del absurdo, a contracorriente de  representaciones más convencionales de su tiempo, como las de Ibsen y  Chéjov. 
Muchas  enseñanzas podemos obtener del libro reseñado, como el hecho de que Strindberg, además  de genial compositor de dramas, fue tanto un pensador brillante y sumamente prolífico como  un hombre impulsivo, caprichoso y de marcados conflictos religiosos,  con un delirio de persecución  enfermizo, tal vez a la manera de su admirado Allan Poe, de quien afirmaba  había encarnado en su espíritu.  
 
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		La inocencia del haiku. Selección de poetas japoneses menores de 12 años , 
		Vicente Haya  (compilador), 
		Yurie  Fujisawa y Vicente Haya (traductores), 
		Vaso Roto, 
		México, 2012.
         
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El compilador de esta abundante selección ha publicado tres decenas de  libros sobre niponología e islamología, entre los que se cuentan Santoka  (70 haikus esenciales), El corazón del haiku (La expresión de lo sagrado) y El  espacio interior del haiku. Evidentemente, Haya es uno de los más grandes  conocedores, de habla hispana, de  este género de belleza y precisión relampagueantes, y esta selección, notable  por la edad de los autores que la componen, confirman a plenitud el aserto. 
 
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		 La rosa  negra, 
		Óscar Mata, 
		Universidad  Autónoma Metropolitana/Ediciones Sin Nombre, 
		México, 2011. 
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Quizá mejor  conocido como ensayista e investigador, así como por haber publicado un exitoso  curso de redacción, Mata es al mismo tiempo un cuentista de voz tan sólida como  provista de fluidez, y esta rosa negra es un delicioso testimonio. Seis son las  piezas que componen el cuentario, engarzadas a la manera de perlas en un collar, de modo que cada una de  ellas, para verse enriquecida y  complementada, requiere la presencia de las otras, aunque por sí misma  ya posea su propia especificidad. 
 
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