Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 8 de julio de 2012 Num: 905

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Adalbert Stifter: un Ulises sin atributos en busca del tiempo
Andreas Kurz

La invasión de la irrelevancia, televisión
y mentira

Fabrizio Andreella

Julio Ramón Ribeyro y
la tentación del fracaso

Esther Andradi

El jardín de los
Finzi-Contini

Marco Antonio Campos

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Columnas:
Perfiles
Raúl Olvera Mijares

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Sonia Peña

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

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La Otra Escena
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Cabezalcubo
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Tijuana es lo de menos

Algunos sinónimos del vocablo “sutil” son fino, ingenioso, perspicaz y agudo, y ninguno de los cinco puede aplicarse a la forma, mucho menos al contenido, de Get the Gringo (2012), la más reciente plataforma de lucimiento personal del bien conocido actor, guionista, productor y director estadunidense Mel Gibson.

Correctamente rebautizado como Atrapen al gringo y dirigido por Adrian Grinberg –aunque tratándose del otrora Letal Weapon esto sea sólo un decir–, el filme corrobora lo anterior secuencia por secuencia, escena por escena, remachando así una muy poco agradable sensación de déjà vu:  la que se produce, puntual como cliché de película palomitera, cada vez que se asiste a ver una-cinta-más-de-Gibson.

Si ya el título constituye una firme promesa, luego ampliamente cumplida, de originalidad menos que mediana, el contenido argumental se erige catálogo cuasi exhaustivo de fórmulas, recetas y recursos manidos pero, sobre todo, de estereotipos en ausencia de los cuales, al parecer, una cinta de esta naturaleza vería amenazada su existencia misma. Algunos ejemplos:

Como se trata de atrapar al gringo, todo comienza con la más que típica secuencia de persecución en automóvil:  muchos encuadres –como hay pingüe presupuesto, inclúyase uno cenital–; edición vertiginosa que no ha de soslayar, sino todo lo contrario, el imprescindible y reiterado primer plano al rostro; cámara lenta para que luzca el consabido desastre automotriz…

Como el atrapable gringo da con sus huesos en una cárcel tijuanense, satúrese aquello de  “color local”:  cientos y cientos de presos tan morenos, tatuados y malencarados como sea posible; mucha música estridente –de la que el casi sexagenario muchacho de la película habrá de quejarse–; mucha droga corriendo libremente; muchas armas de fuego y de las otras; mucho de todo, pues…

Como todo consiste en remarcar que lo blanco es blanco y lo prieto es prieto y que arriba queda muy lejos de abajo, déjese constancia de que los gringos son más chingones también para delinquir y, ya encarrerados, en cualquier otro rubro: que nomás entrar al penal, el atrapable le tumbe su lana a dos de los internos más cabrones y luego acabe matando a éstos y a sus jefes prácticamente él solito, a pesar de que a esas alturas el penal está siendo tomado por montones de policías federales; que el personaje clave, un niño que no hablaba con nadie, con él sí lo haga; que la madre del niño sienta por el gringo una confianza que en largos quince años no le hizo sentir ningún paisano y, tan pronto como en la tercera escena que comparten, ya quiera atraparlo pero no por afanarle los muchos millones de dólares que –cómo si no– andan por ahí bailando, sino por afanes no pecuniarios…

Como una cinta  “de acción”  tiene por dogma la hechura de escenas que justifiquen el calificativo, y como  “acción”  es pobremente asimilado a movimientos rápidos de actores, cámaras y montaje, distribúyanse convenientemente –es decir, según el manual indica que debe hacerse para que el grueso del público no salga diciendo que la película era lenta– los momentos hiperquinéticos: de la primera secuencia ya referida, con inverosímil brinco automovilístico de muro fronterizo incluido, síganse un par de secuencias que “establezcan situación” y lléguese rapidito a la siguiente retahíla de gritos y sombrerazos con olor a plomo y sangre; despáchense de volada las escenas de escarceo romanticoso que den pábulo a lo que, ineluctable y previsiblemente, habrá de ser el final feliz él-ella-hijo de ella, para que antes de eso haya chance de regodearse sin pudor en otra secuencia  “activa”,  pero esta vez con granadas de mano que pueden atraparse al vuelo como si se tratara de pases largos de futbol americano –vaya uno a saber si esta chambonada tuvo intenciones autoparódicas–, para devolverlas al agresor y que sea él quien explote…

Finalmente, como para aliviar la indigestión que necesariamente genera tal saturación, y vía voz en off del omniprotagonista, hágase que sea éste quien cuente el cuento desde un a posteriori de relajación, casi aburrido de tan habituado a eludir lo ineludible, a sabérselas de todas todas, a los balazos y a matar adversarios, así como a vivir entre asesinos, narcotraficantes y autoridades venales, de modo que no haya dudas respecto de lo que acaba de ser visto: otro filme con aires de videojuego, jugado por alguien que hace mucho llegó al último nivel y habla de ello como de una costumbre para él inveterada.

Es decir, exactamente lo único que Gibson sabe y suele hacer. Que sea en Tijuana es lo de menos.