Francisco  Torres Córdova  
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	Tres distancias
    
    
    Tocar para  decir. De la distancia que se tiende y alarga en las cosas, que descansa en  ellas y de ellas parece que se nutre, llegar a la piedra y trazar la figura de  bisontes, leones, panteras, búhos o hienas, un grupo de caballos y el impulso  de las huellas en hematita terrosa de una sola y múltiple mano, para decir una  presencia, para acercarla a otras. Hace 32 mil años en la Cueva de Chauvet como  ahora frente al contorno de la propia mano en el vaho incierto del espejo, el  tacto rojo sangre cruzando esa distancia, templando su horizonte, leyendo sus  arcillas y relieves mucho antes de la primera letra erguida en el silencio. En  el vértigo de la más pura infancia de la voz –y de los ojos–, poner las manos  en el mundo para ser su resonancia, para hacerlo una criatura y alcanzar sus  bordes con la punta de los dedos y así decir su nombre impronunciable, en un  acto –acaso un arrebato de conciencia– que entonces inaugura la tosca,  quebradiza intimidad de toda una especie encandilada frente al fuego lento del  asombro primigenio. 
    Decir para ver. Es el  borde de la tarde; es la tibia humedad de su distancia que desciende al mar, la  curva sonora de sus múltiples orillas ya cerca de la noche. Es la  habitación de techos altos y paredes blancas detenida un instante en una luz  que ya trama sus sombras de seda en los  rincones.  Es el tiempo así de  pronto hilado todo junto, sostenido en la cima de uno de sus vuelos. A un lado de la pequeña ventana, ala de ángel o cresta de ave vigorosa,  despunta un arpa su altura milenaria. Sentada frente a ella, la espalda desnuda y firme, una joven mujer  despierta una a una las notas ovilladas en las cuerdas, y en racimos de ritmos  y pausas en el aire las congrega. Es la sinuosa y dilatada oscuridad de su  cabello; es la luz que se desteje por sus hombros bajando a la cintura, y son  sus ingles y su nuca ocultas y perladas de un sudor que abre sus aromas,  que incita la sed que abrigan sus  caderas.  Es el arpa que avanza entre sus  brazos y rodillas, y es el viento tomado por  el roce de las notas en los dedos y las suaves honduras de la pelvis. 
    Decir para tocar. Porque la  distancia no siempre la salva el afán de la caricia, la palabra se empeña en  ocuparla, en despertar en sus amplias espirales de vacío el roce del sentido entre las manos y las cosas, entre las  cosas y el silencio que las piensa. Dejar que las palabras tañan la textura de  la vida y conmuevan las fibras de sus nombres, aunque sepamos que al final  “queda rota la lengua”,  como dice Safo  todavía. Y sin embargo, en esa soledad el poema tiende sus palabras como manos  memoriosas:  “A veces, solo en la calma/  de la alcoba, me estremece/ la evocación. En la palma,/ como entonces, me  parece/ sentir el trémulo peso/ de tus pechos, que en el beso/ me ofrecen, para  que muerda,/ todo el bulto de la vida./ ¿Ves tú? La memoria olvida,/ pero la  carne se acuerda.”  (Tomás Segovia.)  |