Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 8 de julio de 2012 Num: 905

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Ricardo Venegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Adalbert Stifter: un Ulises sin atributos en busca del tiempo
Andreas Kurz

La invasión de la irrelevancia, televisión
y mentira

Fabrizio Andreella

Julio Ramón Ribeyro y
la tentación del fracaso

Esther Andradi

El jardín de los
Finzi-Contini

Marco Antonio Campos

Leer

Columnas:
Perfiles
Raúl Olvera Mijares

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Sonia Peña

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Adalbert Stifter: un Ulises sin atributos en busca del tiempo


James Joyce

Andreas Kurz

Las grandes novelas del siglo XX desesperan a los lectores profesionales y aficionados. Me refiero a las realmente grandes por su influencia, renombre, valor estético y –quizás el factor decisivo– extensión. Me refiero al trío infernal formado por Ulises, de James Joyce, À la recherche du temps perdu, de Marcel Proust, y Der Mann ohne Eigenschaften, de Robert Musil. Cito los títulos en sus idiomas originales para que de antemano quede claro que, para leerlos adecuadamente, habría que manejar a la perfección lingüística por lo menos tres diferentes lenguas.

En realidad son más de tres idiomas. El alemán de Musil se bifurca una y otra vez. Es el alemán de los últimos años de la monarquía austrohúngara: un idioma digno de la grandiosa decadencia del Imperio de Francisco José. Es el alemán de Ulrich y Agathe, los hermanos sin atributos: matizado, simbólico y poético, artificial y tradicional, irónico y matemático. Las necesidades psicológicas y cotidianas de los hermanos generan un lenguaje siempre ad hoc y siempre inefable. Es también el alemán ensayístico de la Viena finisecular: un idioma autodestructivo que cuestiona y niega lo que acaba de afirmar. El idioma que aman y odian los filósofos del Círculo de Viena, al que Wittgenstein ordenará que se calle.

El francés de Proust es la novela y es el protagonista. El tiempo perdido no sólo se refiere al pasado escondido entre las brumas de la memoria de Marcel, sino también al lenguaje perdido del realismo decimonónico, a la ilusión de la mímesis literaria definitivamente destruida por Proust. Si la novela realmente pretende “reflejar” algo, la ridiculez es inevitable. Lo sabe Roland Barthes: traten de seguir las instrucciones balzacianas para abrir una puerta. Algunos moretones no podrán evitarse. Lo único que una novela copia es un subtexto invisible y tan ficticio como el texto principal. En el caso de Proust este subtexto es el lenguaje mismo.

Joyce destruye el lenguaje y de antemano destierra el sueño mimético de su grandiosa e indigerible construcción. No sólo destruye el inglés de comienzos del siglo XX mediante tergiversaciones y agramaticalidades, sino pretende –indeed– ahorcar la lengua verbal como tal: su arrogante linealidad, su decepcionante base en un convenio entre millones de hablantes anónimos que no han formulado ni conocen sus términos. Me acuerdo de un examen profesional en el que el candidato –hoy promesa literaria poblana– afirmó que Finnegans Wake, la ilegible radicalización de Ulises, está escrito en gaélico (¿o irlandés?). Joyce murió una segunda vez en ese examen. Su obra se resiste a la verbalización y decodificación, es un idioma sin país.


Adalbert Stifter

Leer las tres novelas no es placentero; escribir sobre ellas es absurdo y grotescamente ambicioso; la afirmación de haberlas entendido una mentira descabellada; la exigencia de leerlas muchas veces para acercarse a la comprensión, irrealizable, sádica y bastante trillada, como la de leer por lo menos una vez al año el Quijote. Para decir algo que valga la pena sobre el trío infernal hay que dedicar toda una vida a la lectura de Ulises, En busca…, y El hombre sin atributos, hay que ser un especialista aferrado, el que posiblemente sepa, pero complica tanto las cosas que necesitará a otro exégeta para que explique la exégesis. Un círculo vicioso, sin duda, un círculo que aclara la paradoja de que las novelas más elogiadas del siglo XX sean las menos leídas y las siempre odiadas por estudiantes y profesores de letras. Un círculo vicioso que también desenmascara a los creadores de cánones cuyos criterios principales son la complejidad y el hermetismo de los textos que afirman, más que el valor de las obras, la superioridad intelectual de los canonizadores, y garantizan que su elitismo cultural permanezca impermeable.

He leído las obras y su lectura equivalió a sufrimiento y frustración. No he releído ninguna, excepto los pasajes paródicos de El hombre sin atributos, y dudo de que antes de cumplir los ochenta me ponga a la relectura. Sobra decir que no entiendo ni a Proust ni a Joyce ni a mi paisano Musil. Sin embargo, me propuse escribir sobre ellos. Hay tres explicaciones: 1. Soy impresionantemente ambicioso. 2. No encuentro otro tema. 3. Acabo de leer una novela decimonónica extensa que aparentemente no tiene nada que ver con las tres obras maestras del siglo XX y por eso me remitió a ellas. ¡Ya no más paradojas! Procuro explicar.

La novela en cuestión consta de 836 páginas, cada una de treinta y cinco renglones. Si calculo ocho palabras por renglón (se trata de palabras alemanas, pueden ser largas), obtengo como resultado final unas 234 mil palabras. Es decir: las páginas de Der Nachsommer (Verano tardío), de Adalbert Stifter (1805-1868) compiten con las escritas por Joyce, Musil y Proust.

La lectura de una novela extensa genera un mecanismo perceptivo comparable al principio estructural de La montaña mágica (otro ladrillo interminable): al comienzo la cantidad de páginas vírgenes agobia, el final sólo se vislumbra en medio de una bruma mítica. Pero en el transcurso de los días el ojo lector parece acelerar, la cabeza ya no sigue las líneas a la manera de un espectador de un partido de tenis, sino se acerca a la velocidad-testa de un enfrentamiento de ping pong. Hans Castorp vive tres semanas en 250 páginas, siete años en quinientas. Una novela larga anula el tiempo regular y restablece los derechos de una percepción temporal mítica que permite al lector vivir dentro de un vacío cronológico que el tic tac del reloj llena despiadadamente al final de la última página (la 836 en el caso de Stifter).

La anarquía lingüística de Joyce, la manía detallista de Proust, la acumulación de disparates practicada por Musil y el furor mimético de Stifter logran el mismo efecto. Sorprende más, sin embargo, que la novela decimonónica comparta también la reducción de la trama con las tres obras maestras del siglo XX. ¿De qué trata Verano tardío? Pregunta vana, superflua, muletilla de maestros de literatura, tautología innecesaria: el Ulises narra la historia de Ulises, La búsqueda… la de una búsqueda y El hombre sin atributos es una novela sin atributos. Verano tardío trata del verano tardío, de la época del año, en los países con un ciclo estacional marcado, que aún no hace temblar de frío y ya no sudar de calor, la época todavía lejos de vejez y muerte, aunque las señales ya están presentes; en la novela, una época de felicidad y equilibrio vital. La obra describe esta época y nada más. Hay un protagonista que cada año viaja entre la ciudad (Viena) y el campo (los Alpes austríacos). Se educa, aprende, observa, su gusto estético se refina al lado de un maestro que goza de su verano tardío. El protagonista prepara y halla su propia felicidad sin que tenga que pasar por las tragedias que la dicha del maestro esconde en el pasado. No pasa nada, no hay acción, ni sorpresas narrativas. El protagonista encuentra a su mujer ideal (la protegida de su maestro e hija de su amor juvenil), se casa con ella y vivirán una vida armoniosa sin irrupciones pasionales, dedicada a la utilidad social que sólo se logra mediante la satisfacción individual. El verano tardío será la apoteosis de esas existencias en paz consigo y la historia, les permitirá vivir el placer puro. Que nadie piense mal: el placer en Stifter no tiene nada que ver con el erotismo; su placer es la contemplación profunda y desinteresada, una vida estética que se convierte en obra de arte; una vida, sin embargo, útil y consciente de la historia, porque pretende convencer sutilmente a los demás de los resultados valiosos de la contemplación, pretende educar en el sentido más dócil de la palabra.

La copia como arte

Quizás el verdadero tema de la novela sea una mímesis potenciada. Stifter dedica cientos de páginas a la descripción de edificios, jardines, paisajes y obras de arte. Dedica otro tanto a la descripción de las copias de edificios, paisajes y obras de arte. El maestro opera un taller en el que procura resucitar lo viejo: griego, clásico y alemán medieval. Se acumulan réplicas minuciosas y dibujos detallistas de iglesias enteras, altares, estatuas, cuadros y muebles contemplados anteriormente en la comarca. En el taller se repara lo viejo, objetos demasiado dañados se reconstruyen. Poco se crea y siempre en aras de un respeto inquebrantable frente a la tradición, intentando al mismo tiempo armar un entorno adecuado para lo viejo nuevo y para que no aparezca el fantasma de una ruptura con la armonía. Copias de copias, mímesis de la mímesis: a Barthes le hubiera gustado Verano tardío.

Copia es también la vida del protagonista: repetirá las existencias del maestro y de su propio padre, pero mejoradas, sobre todo sin la tragedia amorosa del primero y sin la necesidad del segundo de ganarse la vida con un negocio que muy en el fondo detesta, aunque elogie su gran utilidad social.

La historia parece estar ausente en la novela de Stifter. Se asoma, sin embargo, gracias a la conciencia del narrador de que el idilio sólo es posible si hay dinero y una educación eficaz. Los negocios, por ende, no se desprecian: son una herramienta algo fea para labrar un objeto hermoso. La política no se rechaza: si hombres aptos la practican, da el respaldo imprescindible para esas existencias desapasionadas y dedicadas a la paulatina perfección individual. En otras palabras: narrador y lector siempre saben que se encuentran ante una utopía irrealizable, ante una ficción herméticamente cerrada en la que la realidad sólo tiene permiso de acceso si apoya la prosperidad del taller. Cualquier intromisión nefasta se encierra en el pasado superado o, simplemente, es inconcebible. Más que el diagnóstico de cáncer, este hermetismo ficticio podría ser el móvil para el suicidio de Stifter.

Verano tardío, para asegurar la posición privilegiada de sus personajes, tiene que encarcelar el tiempo. Una técnica tan nimia como eficiente es el uso agramatical de la coma, su no uso. Enumeraciones de hasta diez elementos renuncian a la “y” copulativa y a la separación gráfica. Un ejemplo moderado: “las características de cabras borregos vacas…”. Surge un animal mitológico, la presencia simultánea de tres criaturas observadas en lugares y épocas distantes.

Antes de la boda, el protagonista lleva a cabo un viaje pedagógico por varios países. Stifter narra este viaje en poco más de una página: dos años reducidos a unas trescientas palabras. Insisto: dos años de ausencia, separación de los amantes. El reencuentro es parco: un abrazo tímido, unas palabras sencillas que reafirman el pacto. Narrar, por otro lado, el perfeccionamiento de la mirada artística del protagonista requiere todo un largo capítulo. El tiempo no cuenta: dos años no son nada, la revelación estética de un momento es una eternidad.

El exceso de mímesis en Stifter produce un efecto paradójico; y creo que el autor austríaco había buscado este efecto deliberadamente: construye una escenografía cerrada mediante la reproducción de la mímesis, una tautología perfecta que acerca la novela decimonónica a los grandes proyectos narrativos del siglo XX. Proust encierra el tiempo y el discurrir histórico en un salón de fiestas; Joyce en un día cualquiera de la ciudad de Dublín, Musil en el nunc stans de los últimos meses de la monarquía K y K (Kakania, kaiserlich und königlich: imperial y real). Los tres copian textos preexistentes, nunca la realidad, ni siquiera uno de sus fragmentos históricos; copian lenguaje y así aseguran la impenetrabilidad del espacio literario. Son novelas innovadoras, revolucionarias, piezas obligatorias dentro del canon, enigmáticas a veces, ilegibles otras. Sin embargo, siguen siendo literatura que opera de la misma manera que una novela escrita en el siglo realista por un autor sólo localmente conocido. Es decir: literatura que escoge una partícula de un gran texto dado de antemano y le da la forma tentadora de un contra-mundo. Nihil novi…, pero sí mucha complicación fascinante.