Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 13 de mayo de 2012 Num: 897

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
RicardoVenegas

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Los luchadores y el cine
Jaimeduardo García entrevista con José Xavier Návar y Raúl Criollo

Eduardo Lizalde, tigre mayor
Marco Antonio Campos

Lizalde narrador
Rosario Sanmiguel

El tigre en la chamba
Rafael Vargas

Lizalde o la poesía del resentimiento
Mario Bojórquez

Rilke y Lizalde: la guerra de las rosas
Evodio Escalante

El Cinema Rif de Tánger
Alessandra Galimberti

Leer

Columnas:
Galería
Rodolfo Alonso

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Retratos
Alejandro Michelena

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Miguel Ángel Quemain
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Teatro y moralidad: Olguín y Psalmón

David Olguín y David Psalmón son dos directores, dramaturgos, ensayistas y editores que hacen del teatro un material que está signado por una forma de actualidad (la de lo clásico) que politiza su arte, ofrece asociaciones y miradas sobre el presente y el pasado que pueden llegar a producir una gran incomodidad en el espectador, sin dejar de rendir una especie de tributo enamorado a la tradición artística en todos sus órdenes.

A pesar del vigor y el ímpetu propio de los hombres jóvenes, su visión también es patrimonialista. Son directores y dramaturgos (diría, sobre la escena) y, sin embargo, se preocupan por que sus congéneres (incluidos los críticos, en el caso de Ediciones El Milagro) permanezcan y sean leídos. Son editores de gran imaginación y buen gusto (el buen gusto apegado a la tradición editorial más añeja, no ése de lo “bonito, suajado, en relieve y a todo el color que acepte el couché) que hacen libros para la memoria, para el lector y para el creador escénico.

Las características que los hacen tan semejantes dotan a sus productos de la más alta moralidad artística. Sus puestas en escena forman parte de un proyecto que suele tener mayores alcances que una puesta en escena para una  “temporadita”, que les permita mantenerse en forma y  “chambear”, pues como sea “hay que chambear”.

Por eso cuando una obra como Los asesinos, dirigida y escrita por David Olguín, ocupa la cartelera teatral, aunque sea de manera intermitente, como lo he señalado, en cortas temporadas que se alargan artificialmente en espacios diversos bajo la figura de “reestreno” (algunas compañías y agrupaciones teatrales han adoptado el “reestreno” como parte de su dinámica vital ante las temporadas tacañas a las que está sometido el teatro “serio” de hoy), siempre es un acontecimiento en la historicidad de nuestro teatro.

Los asesinos concluyó una nueva temporada de reestreno, pero está lista para ser invitada a festivales, encuentros y todo lugar que trate de explicarse artísticamente el poder devorador del mal, del crimen y de una naturaleza que parece moldeada por el clima, la religión y las dosis personales de ambición por el poder que es dinero, por el dinero que es poder. Que reviven la ecuación de la servidumbre y el dominio y se extienden conceptualmente sobre un paisaje anímico que nos es conocido: la fratría, la filialidad y la estructura familiar con sus personajes jerárquicos.

Los asesinos es un mundo de luces y sombras. De claroscuros, pues, como dirían los compas chilangos de Chihuahua (Carretera 45, Teatro AC). Esa aguafuerte está evidenciada por un trabajo que podría tener un impacto visual mayor, realizado por Gabriel Pascal, y en lo emocional y actoral por Laura Almela, poderosa y dotada actriz cuyo movimiento es el eje de la rotación de unos personajes que se fagocitan entre sí, bajo la mirada oscura de un poder representado sobre el mundo frágil conducido sobre una silla de ruedas/observatorio/judicial que condena y absuelve como el Jefe de Jefes.

El Brecht de Psalmón

Psalmón ha construido un dilema en el que no cree por completo. Los que dicen sí, los que dicen no, de Brecht, son los  “jueces” a los que deja ir triunfantes sin exigencia. Deciden que un joven debe morir para que se cumplan los objetivos de una empresa justa pero incierta. Está en sus manos hacer la diferencia y optan por un futuro sostenido en un deseo sin garantías de que las cosas mejoren (en sesenta funciones, sólo dos veces ha ganado la opinión que pensó en salvar al niño). La anécdota consiste en que un joven sin condiciones propicias pero con mucha fe se suma a un grupo de hombres que conseguirán un antídoto para salvar a su aldea. En el camino el joven enferma y el asunto es optar entre regresarse a curarlo o dejarlo en el camino y seguir adelante.

La concepción de la puesta en escena es de gran riqueza y variedad, pero la realización cojea del lado de una coreografía insuficiente y esquemática, por un trazo que hace evidentes borradores que no terminaron de fluir con energía y precisión, a pesar de la conjunción que ha logrado ese teatro sin paredes que unifica Psalmón.

Pero entre esos altibajos hay una bella concepción de lo escenográfico, de los niveles que puede tener un plano cuando las naturalezas representadas, pétreas, tienen una arquitectura plena de plasticidad al servicio de lo teatral (voz, corporalidad expresada en posturas, tensiones y flexiones), con una música que también es libreto y se ejecuta en vivo con comprometida pasión.