Alucinados que son, los españoles celebran el Día de la Hispanidad cada 12 de octubre para conmemorar el Tropezón de Colón –nada de descubrimiento ni encuentro de dos mundos– y la consiguiente destrucción furibunda de infinidad de expresiones culturales. Pero esa hispanidad se vuelve más dudosa cuando ese tropezón disfrazado de hallazgo lo tuvo un navegante nacido en Génova en 1451, y que quizá por ello supo convencer a los llamados reyes católicos de patrocinar sus inciertos aunque a la postre redituables viajes.
Por ello, el empresario-productor artístico Simón Casas, creativo como dice ser, prefirió aprovechar esa complacida costumbre y anunciar en Las Ventas la Corrida de la Hispanidad 2025, con toros de Garcigrande para el sevillano Morante de la Puebla, que tras recibir benévolas orejas de su segundo decidió quitarse la coleta en olor de plenitud y de apoteosis; el madrileño Fernando Robleño, quien con 25 años de alternativa dijo adiós con la oreja de su último toro y, en otro flaco favor del taurineo, el joven de Ávila Sergio Rodríguez, que confirmó su alternativa tras haber ganado la Copa Chenel. Y la plaza a reventar, que no todos los días se celebra que un italiano, patrocinado por sus majestades, tropezara con un continente inventado primero y expoliado después y con unos pobladores autóctonos a los que llamaron indios al suponer que habían llegado a las Indias Occidentales. Así la historia y sus caprichos.
Un fuera de época puede decirse del excepcional diestro Morante de la Puebla, precisamente porque su tauromaquia, su hacer y decir y su amplio repertorio, así como su imagen –patillas, puros, monteras, ternos, camisas, sombreros–, su anatomía y su seductora lidia dentro y fuera de los ruedos lo sitúan en el otro extremo de los aturdidos tiempos mecanizados y predecibles que corren. Si bien al llegar a México Morante acusó un toreo acarmenado, es decir, de un andalucismo teatral o zarzuelero, con el tiempo y ya sin la influencia de De Paula, sus procedimientos adquirieron una naturalidad perturbadora y un tempo inusual.
Si a los genios les bastan unos cuantos años para adueñarse del escenario, a Morante 28 años de matador y 46 de edad le permitieron consolidarse como el torero más diferente de su tiempo, el más atemporal y el de la tauromaquia más atractiva, no por nueva sino por olvidada y adormecida. Admirados y gratamente sorprendidos, miles de aficionados jóvenes comprobaron y paladearon que el toreo es más, bastante más que capotazos y muletazos a dóciles embestidas.
De ahí el luto colectivo por la inesperada despedida Morante, no sólo mermado de facultades físicas, sino aquejado además por sus dolencias mentales de trastorno de despersonalización, lo que volvía obligado arrancarse el añadido luego de cortar dos orejas y salir en olor de multitud por la puerta grande de la plaza más importante del mundo (chin). En su inconsciente la gente sabe que no sólo se han quedado sin Morante, sino también con un ejército de toreros clonados, casi idénticos unos a otros y sin posibilidad de enloquecer en la cara del toro. Celo les sobra a varios, sello y carisma les faltan a casi todos.
Descubrir más Morantes a la brevedad es uno de los dos desafíos prioritarios para la sobrevivencia de la fiesta de los toros. ¿Y el otro? Recuperar la bravura sin adjetivos si no se quiere que la ignorancia siga desatada, unos con su pobre oferta y otros con sus prohibiciones obedientes.