El proyecto de reindustrialización de Estados Unidos, asumido como política de Estado y no sólo como bandera electoral del trumpismo, deja a México fuera incluso como socio estratégico. Washington reorganiza sus cadenas con autonomía, apuntalando su seguridad económica y recuperando sectores críticos como semiconductores, energía, defensa, farmacéutica, siderurgia y automoción. Para nosotros el mensaje es obvio: ya no basta con integrarse pasivamente al mercado norteamericano; es urgente reconstruir un aparato productivo propio.
Durante tres décadas, bajo el TLCAN y el T-MEC, México se integró como plataforma exportadora para abaratar costos a las empresas estadunidenses. El modelo maquilador, dependiente de insumos externos, no generó innovación ni consolidó un tejido industrial nacional. La investigación científica avanzó, pero sin una industria que la absorbiera quedó desconectada.
Aquí está la confusión: se anuncian proyectos de semiconductores, autos eléctricos o satélites como si fueran el inicio de una nueva era, cuando no tenemos la base manufacturera que los sostenga. La experiencia internacional es clara: primero se construye industria, incluso en sectores tradicionales, y desde ahí surge la demanda de ciencia y tecnología. Arrancar con industrias de frontera sin esa plataforma sólo nos condena a depender del capital extranjero, que retiene la innovación y nos deja el papel de ensambladores.
El nearshoring se vendió como la gran oportunidad. Hubo anuncios espectaculares, pero la mayoría se quedó en promesas. Tesla anunció una planta en Nuevo León que todavía no tiene fecha ni escala. Otras armadoras redujeron o pospusieron sus planes. Sin estrategia nacional, esas inversiones sólo refuerzan a México como periferia. Y los problemas internos son evidentes: falta de talento especializado, un sistema eléctrico inestable, infraestructura deficiente y un clima de inseguridad que ahuyenta capital. A eso se suman tensiones externas: aranceles al acero, disputas en el T-MEC y presiones en energía, biotecnología y telecomunicaciones.
La verdadera disyuntiva no es quedarse o salir del T-MEC, sino decidir si seguimos dependiendo de la inversión extranjera o apostamos por construir inversión nacional. El tratado limita subsidios, compras públicas estratégicas y protección temporal, justamente los instrumentos que necesitamos. Mientras la lógica del nearshoring reproduce dependencia, México requiere banca de desarrollo fuerte, protección de sectores nacientes y cadenas de valor construidas con capital propio.
Ahí están las oportunidades: acero, agroindustria, farmacéutica genérica y autopartes. El acero es base de infraestructura; la agroindustria asegura alimentos y valor agregado; los medicamentos genéricos fortalecen la salud y reducen importaciones, y las autopartes permiten escalar en la cadena automotriz sin pretender fabricar de inmediato el coche eléctrico completo.
El verdadero problema no es técnico ni externo: es político. Falta una estrategia coherente, mientras una oposición entreguista debilita al Estado y un oficialismo dividido posterga decisiones claves. Sin una conducción central, todo intento se dispersa en proyectos aislados y sin futuro. La pregunta no es si México participará en la reorganización global, sino cómo. Integrarse sin condiciones perpetúa la periferia; hacerlo con políticas activas permitiría convertir la coyuntura en palanca de desarrollo.
Para eso se necesita un centro de decisión único, con presupuesto, poder real y visión de largo plazo. Japón lo entendió con el MITI tras la guerra: coordinó financiamiento, protección temporal e innovación, alineando al Estado, al sector privado y a la academia. México necesita algo de esa magnitud, que rinda cuentas sólo a la Presidencia y garantice continuidad frente a presiones externas y cambios de gobierno.
La transformación institucional debe traducirse en hechos: una política industrial y tecnológica con horizonte de 10 años, un consejo de soberanía productiva, un programa de compras públicas en sectores estratégicos, un fondo de innovación con coinversión público-privada y una banca de desarrollo que financie proyectos tractores. La ciencia no puede seguir dispersa: debe orientarse a misiones estratégicas que generen empleo y cadenas de valor nacionales.
La revisión del T-MEC debe aprovecharse como espacio político para defender márgenes de soberanía y ganar tiempo. Estados Unidos subsidia y protege a su industria bajo su propio marco legal; México no puede renunciar a hacer lo mismo. El tratado puede servir de plataforma transitoria, pero la reindustrialización exige ir más allá de sus límites. Al final, los problemas materiales se resuelven con inversión y planificación; las presiones externas se negocian.
Lo difícil es lo político: un país dividido no sostiene un rumbo estratégico. La unidad del Estado, del sector productivo y de la sociedad es la condición indispensable para transformar barreras en escalones hacia la soberanía productiva y un futuro independiente.
*Director del CIDE