Legales o perseguidas, las drogas han sido y siguen siendo un componente sustancial de la política, la economía y la vida social de Estados Unidos. En torno a ellas se han construido y destruido emporios empresariales, instituciones de gobierno, lineamientos de política exterior y valores y antivalores morales. La conflictiva relación del puritanismo protestante con el alcohol ha dado lugar a fenómenos de criminalidad, lo mismo que a grandes fortunas lícitas e ilícitas.
Tomando la prohibición de bebidas fermentadas como una oportunidad de negocio, John Stith Pemberton creó en 1884 la Coca-Cola, que contenía cocaína. Junto a otras potencias coloniales, Washington se benefició de la producción y el comercio de opio en China. En Estados Unidos, los grupos delictivos italianos adquirieron la dimensión de organizaciones trasnacionales que lucraron, en primer lugar, con el tráfico de cocaína y heroína, una vez que estas sustancias pasaron de la lista de medicamentos comerciales a la de las sustancias prohibidas.
En la Segunda Guerra Mundial, los mandos militares estadunidenses pactaron con las mafias para facilitar el desembarco en el sur de Italia. Durante la intervención en Vietnam, el opio y la heroína solían llegar a territorio de la superpotencia en aviones del Pentágono y esa guerra trasladó la epidemia de adicciones desde los soldados destacados en el frente asiático hacia las ciudades estadunidenses; hay quienes sostienen que el gobierno impulsó en forma clandestina el uso de drogas para desarticular las comunidades negras y sus luchas a favor de los derechos civiles.
El culto a los alucinógenos y las corrientes de “contracultura” de los años 60 fueron productos de exportación típicamente estadunidense. En décadas posteriores, la CIA y militares como Oliver North se las ingeniaron para financiar a la contrarrevolución nicaragüense mediante envíos de cocaína de Colombia hacia Estados Unidos a través de México. El cultivo de la amapola, que hacia 2001 había sido prácticamente erradicado en Afganistán por el régimen de los Talibán, volvió a florecer como consecuencia de la invasión estadunidense a ese país.
La epidemia de adicciones que hoy afecta a la sociedad estadunidense comenzó con las políticas de marketing de empresas farmacéuticas como Purdue Pharma y otras que inundaron al país con opioides supuestamente inofensivos. Y cómo olvidar que entre 2006 y 2010 la oficina de Washington de control de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego (ATF) facilitó el suministro de fusiles de asalto para el narco mediante los operativos conocidos como Receptor abierto y Rápido y furioso, o que entre 2009 y 2011, la DEA, mientras denunciaba a terceros por lavar dinero de los cárteles mexicanos, hacía lo propio con el de Sinaloa.
Más allá de la manifiesta y recurrente participación de las instituciones políticas y del ámbito empresarial de Estados Unidos en la producción y el tráfico de enervantes, tales actividades generan ganancias astronómicas en los circuitos financieros de ese país. En años recientes, Citigroup, Western Union, American Express y otros consorcios bancarios estadunidenses han pagado sin chistar multas por decenas de millones de dólares cada una por ayudar al blanqueo de dineros procedentes del narcotráfico y de otros giros delictivos.
Por lo demás, no es ningún secreto que Estados Unidos es el mayor mercado del mundo para las drogas de todas clases. Sería interesante saber cuánto dinero aportan la fabricación, el mayoreo, el menudeo y el consumo de esas sustancias al producto interno bruto del país vecino. Seguramente, no es una cifra despreciable.
Por si algo faltara, la hipócritamente llamada “guerra contra las drogas” ha sido y sigue siendo un instrumento inapreciable para el injerencismo que caracteriza desde siempre la política exterior de Estados Unidos; en nombre del combate a los grupos delictivos extranjeros, Washington ha sometido a sus designios a gobiernos –como lo hizo con el Plan Colombia y la Iniciativa Mérida– y los ha obligado a comprar a proveedores estadunidenses o israelíes sumas astronómicas de material bélico, policial y de espionaje, así como servicios y asesorías de seguridad, mientras sus industrias de armas surten a esas organizaciones a las que los gobiernos estadunidenses dicen combatir.
Este marco general resulta ineludible a la hora de analizar los más recientes amagos y operativos de Washington contra México, como el de incluir a los cárteles en sus listas de “terroristas”, filtrar supuestas listas de funcionarios mexicanos sospechosos de complicidad con el narco, negociar y pactar impunidades con indiciados que fueron entregados en extradición por nuestro gobierno o, lo más reciente, atribuirse el crédito por un operativo contra laboratorios de narcolaboratorios en Sinaloa que en realidad fue realizado por la Fiscalía General de la República. Para el narcoestado que es Estados Unidos, todo se vale.