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Credo

E

l artista no es artista porque quiera, pero si de verdad lo quiere, con seriedad, si con seriedad aspira a serlo (ascetismo que puede desembocar en misticismo) es muy probable que lo llegue a ser.

El artista de las palabras –poeta, dicho muy en general– es el que sabe oír (no dije escuchar, que el que escucha tiende o suele atender más a los significados que a los símbolos, y atender al sonido o la música de las palabras –no se olvide– tiene lo suyo, o lo mucho, de simbólico); no exclusivamente oírse, oír a los demás, y oír lo demás (oír lo demás nunca está de menos), lo que más allá de las palabras las palabras dicen. Oír lo más allá de las palabras.

El lenguaje, cualquier lenguaje, no nada más el reputado lenguaje por excelencia, según algunos tiene su origen en la poesía –y a la poesía va, va porque va.

Palabra no hay cuya resonancia (sin resonancia, sin multiplicidad de significados, de una manera oscura, o clara –eso ya se verá–, no hay poesía) no destile lirismo, y los poetas aprovechan –no pueden aprovecharse de– eso.

Decir lo que uno quiere decir en un poema es casi siempre una equivocación, más propiamente un enredo. Se trata de oír –y más que de escribir, de transcribir– lo que el poema quiere decir, dice.

En el poema el lenguaje se habla y –ahora sí– se escucha a sí mismo; nacer se oye, y trascenderse.

En el poema el lenguaje se entrega en cuerpo y alma, o en concreción y espíritu, en primera instancia al poeta; mas la verdad es que, a través del poeta –y nada más porque éste (se) lo buscó–, a todos.

El arte de encontrar los orígenes del arte (que algunas –quizá no pocas– veces, es un encontronazo), podríamos decir, no asegurar, es el arte del arte. Lo que trasciende es lo que de allá, o desde allá, viene. Y ello requiere de preparación, de formación. Sin formación, ¿cómo, si no por (aceptémoslo) milagro, nadie podría formar nada? El arte, siempre imagen, es siempre forma, forma viva.

El artista siempre se sabe –no (o no sólo) se siente– vivo, en verdad vivo, cuando forma su obra (obra que –siempre también– transforma cuando menos el mundo del artista, cuando menos; pero no lo transforma: lo regresa a un tiempo algo (también al menos) abrisado del no-tiempo, a un espacio en que late al menos algo del universo del que la obra se desprende, nace, va naciendo, ha nacido.

El mundo del poeta es difícil, pero el universo del poeta es facilísimo.