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Relatos del ombligo

En la casa de la sal, cada zopilote en su rama

L

a casa de la sal, sitio en el que durante siglos se obtuvo del lago esta sustancia con la que se condimentaron los alimentos de los habitantes del valle de México, es hoy una alcaldía en la que, sobre lo que hace no tantos años eran canales y parte del lago de Texcoco, se levantan fábricas y complejos industriales: Iztacalco, la demarcación más pequeña en extensión territorial de la Ciudad de México y una de las más grandes en importancia histórica y cultural.

Más antiguo que la gran Tenoch-titlan y localizado en medio del lago, el pueblo de Iztacalco fue un excelente lugar para que quienes nómadas llegaron a su territorio, se volvieran sedentarios y fundaran una población rica en plantas, animales y aves migratorias que durante el invierno llegaban, como hoy lo siguen haciendo a la zonas chinamperas de la ciudad, a refugiarse del frío. Debido a estas condiciones los iztacalcas comían bien y de todo: tortuga, axolote, rana, insectos, plantas y, entre otras carnes, las de aves, como el pato o el chichicuilote.

Ante tan diversa cantidad de alimentos, los primeros habitantes de Iztacalco encontraron en las piedras de sal del lago, además de materia prima para remedios medicinales y detergente, el mejor condimento para exaltar el sabor de sus platillos, por lo que se dedicaron a extraerla y comerciar con ella. Si usted no ha probado un esquite con tequesquite de Iztacalco se está perdiendo de mucho, tanto como de un pato totopaguas o unos tamalitos de anca de rana, platillos típicos que bien merecen una visita al pueblo que durante siglos fue la puerta de entrada a la ciudad.

Iztacalco era paso obligado de materiales de consumo de primera necesidad que por ahí, y sobre el canal que después fue llamado la Viga, navegaban diariamente en miles de embarcaciones mientras realizaban su recorrido por un paisaje en el que confluían chinampas, canales y acequias bajo la mirada de los iztacalcas, a quienes les pusieron el apodo de zopilotes, pues se asomaban al canal sentados en las ramas de los árboles –con sus sombreros bien puestos– para contemplar el paso del día. Cuando hoy se le dice a un iztacalca zopilote, lo más seguro es que conteste: ‘sí, y a mucho orgullo, y cada uno en su propia rama’, porque son orgullosos de su historia, de su tierra y de sus antiguas aguas.

Durante el virreinato, el canal de la Viga continúo siendo acceso a la ciudad, y su garita se convirtió en una aduana en la que los comerciantes debían pagar impuestos, además de permitir ser revisados para, en su caso, detener las mercancías que no tenían permiso de ser comercializadas más que por la corona española, como el aceite de oliva. Las garitas eran una escala temida, perjudicaban a los campesinos, quienes se veían en la dificultad de lidiar con trámites burocráticos que fomentaron la corrupción, por ello los productores de Iztacalco, y de muchos pueblos más, no pudieron seguir pagando los derechos de piso, dejaron de llevar sus productos y tuvieron que asociarse, con poca ganancia, con intermediarios que aprovecharon la situación para comprar barato a los productores y vender caro a los mercados.

Con el paso de los años, los canales fueron siendo cada vez mas complicados para la navegación y la vida misma. A diferencia de lo que sucedía en el México prehispánico –donde los mexicas incineraban a sus muertos– durante el virreinato se enterraban, pero como en la ciudad no había tierra suficiente, quienes no podían pagar un entierro arrojaban a sus difuntos, con lastre para evitar que flotaran, a canales y acequias. Además, los desperdicios iban al agua, los arados con bueyes arrojaban tierra a los canales y se perdió por completo el control de los niveles de los lagos, por lo que en tiempos de sequía el nivel de los canales era tan bajo que no se podía navegar en una embarcación cargada y, en época de lluvias, la ciudad y sus alrededores se inundaban.

A mediados del siglo XIX se ensancharon zanjas y adecuaron canales para introducir en ellos barcos de vapor, el primero fue llamado Esperanza, y a él le siguieron varios más, entre ellos el Guatimoc, que, en una ocasión, transportó al presidente Benito Juárez en un paseo recreativo. Hay quienes dicen que aquel día don Benito se vio en la disyuntiva, ante un incendio de las calderas, de quedarse en cubierta o saltar al canal siendo que no sabía nadar. Como haya sido, el presidente sobrevivió a su travesía y los barcos de vapor no duraron mucho en el canal, pues las condiciones de salud eran terribles y, a inicios del siglo XX, se desecó.