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Mar de historias

Sin ella

F

ue uno de esos días en que te arrepientes de haberte levantado, empezando porque no tuve agua caliente para bañarme: nos quedamos sin gas. Cuando llegué al trabajo me dijeron que mi asistente se había reportado enferma. Suplirla fue un maratón. Estaba ordenando los pendientes cuando me llamó mi jefe. Eso retrasó mi salida más de una hora. Supuse que mi familia estaría preocupada y marqué al celular de Magda. Su teléfono, como siempre, estaba en buzón. Llamé a la casa, pero no obtuve respuesta. Cuando transbordé volví a marcar el número de casa. Contestó Saúl, mi marido. Dijo que Magda no había llegado y que él estaba conversando con mi padre. Se mudó con nosotros desde principios de año, cuando nos dijo que ya veía muy poco y nos dio miedo que viviera solo.

En la puerta del edificio donde está nuestro departamento coincidí con mi hijo Andrés. Venía del gimnasio y estaba muerto de hambre. Saúl me recibió con la misma noticia: Muero de hambre. “Porque quieres, mi vida –le dije–: en el refrigerador hay jamón y queso. No queda nada, me contestó. Pensé que exageraba. Fui a la cocina y, en efecto, en el refrigerador sólo encontré jitomates y limones. Al fin llegó Magda. La oí decir: Traigo un hambre de perro.

Me sentí causante del malestar de mi familia y me disculpé explicándoles que estamos en inventario, durante toda la semana hemos tenido mucho trabajo en la tienda y no me quedó tiempo para llenar la despensa. Hoy había salido tarde y para no demorarme más no quise detenerme en el súper. Mi padre me preguntó si había comprado sus gotas. Perdóname, con tanta cosa que traigo en la cabeza, lo olvidé.

Entonces, mi sentimiento de culpa creció hasta alcanzar el tamaño de una pizza grande, de costra gruesa y con doble ración de parmesano. No la probé. Como en otras ocasiones, el cansancio me había quitado el apetito. Imposible seguir así: necesitaba la ayuda de una persona confiable, dispuesta a trabajar de planta. Pero, ¿dónde conseguirla? El dolor de pies causado por mis zapatillas de plataforma me tenía ofuscada y me imposibilitó para encontrar respuesta.

II

Eran las diez de la noche cuando sonó el teléfono. ¿No es muy tarde para que le llame? Soy Gloria Reyes, ¿me recuerda? La conocí cuando era empleada de conserjería en la tienda. Renunció a raíz de su boda con uno de los choferes de la empresa. Le pregunté cómo iba su matrimonio y me respondió con una mala noticia: su marido se había reconciliado con su anterior mujer. Sola, sin trabajo, estaba en una situación crítica. Me pidió que si sabía de alguna vacante en la tienda se lo dijera.

Tenía de Gloria una muy buena impresión y sin pensarlo dos veces le propuse que se viniera a trabajar conmigo. En su respuesta fue sincera: nunca había sido empleada doméstica. Pero tienes la ventaja de haber sido ama de casa, afirmé. Con esa experiencia y un poco de práctica acabaría haciendo un muy buen trabajo. Sus dudas desaparecieron cuando le informé que podría instalarse en el cuartito de atrás, donde Magda guarda el triciclo que le regalamos en un cumpleaños, mochilas que no usa y su bicicleta, y Andrés sus aparatos para hacer ejercicio, llantas y la moto. Por la mañana, cuando les di la noticia de la expropiación, mis hijos me miraron con ojos de pistola. No me importó: necesitaba la ayuda que ellos no podían darme.

III

Los primeros días de su estancia en la casa, Gloria se comportaba indecisa, nerviosa y por lo mismo cometió varios errores; el primero: meter en la lavadora los pants favoritos de Andrés. De allí salieron tan pequeños que parecían los de un niñito y no los de un muchacho atlético de dieciséis años. Mi padre, que con la edad se ha vuelto quisquilloso, en cuanto regresaba del trabajo me ponía al tanto de sus quejas contra Gloria, la principal: que cuando lo veía dormitar iba a preguntarle: Don Cipriano: ¿está usted bien? ¿Acaso, nada más porque él cerraba los ojos, creía que estaba muerto? Magda sólo tuvo un motivo de reproche: que Gloria le pasara mal los recados de sus pretendientes y confundiera sus nombres. Resultado: celos y conatos de rupturas.

Cuando llegó a trabajar con nosotros, Gloria no tenía práctica cocinando. Los guisos se le quemaban un poquito, pero –a su parecer– el problema se resolvía con una gota de limón y dos de salsa. Según Andrés, los huevos de tres minutos le quedaban como si hubieran hervido veinte, pero su enojo era mayor cuando, inspirada en una revista, Gloria nos ofrecía platillos de su invención. El más horrible: charales con camote.

IV

Un sábado, al entrar en su cuarto, encontré a Gloria empacando su ropa. Le pregunté a dónde iba y me dijo que a la casa de su hermana Otilia. El médico le había diagnosticado embarazo de alto riesgo; necesitaba reposo y quien atendiera a sus dos hijos mayores. Por un momento pensé que era un pretexto para irse de la casa, harta de las quejas de mi padre y de mis hijos. Gloria lo negó, pero me hizo una advertencia: Si mi hermanita quiere, me quedo a vivir con ella. No podré avisarle a usted porque donde ella vive no entra la señal.

La partida de Gloria me causó mucha pena. Saúl, maestro en encontrarle a todo el lado bueno, me dijo que, viéndolo bien, la vida sin ella tenía sus ventajas: Andrés y Magda iban a recuperar espacio para sus cosas, mi padre quedaba en libertad de pasársela dormitando sin que nadie viera en su cabeceo indicios de estertores. En cuanto a nosotros: no más platillos nuevos ni charales con camote. Saúl tenía razón: la vida sin ella no era tan difícil.

Mi optimismo duró poco. Pronto volví a sentir la presión de exigirme a mí misma ser empleada eficiente y ama de casa infalible. Creí facilitarme el camino haciendo listas de todas mis obligaciones, lástima que las perdiera. Regresó la época de los dolorosos Muero de hambre ante un refrigerador prácticamente vacío.

Un domingo en que estábamos reunidos para celebrar el cumpleaños de mi marido, sonó el teléfono. Era Gloria: estaba en la Central Camionera. En un rato llegaría a la casa. Al enterarse de la noticia, mi familia aplaudió para festejarla. Más tarde, cuando se lo comenté a Gloria, la vi sonreír más segura y orgullosa que nunca. El gesto bien valía enfrentarse de nuevo a los guisados quemaditos: una gota de limón y dos de salsa.