Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 18 de octubre de 2015 Num: 1076

Portada

Presentación

El cine y sus propiedades
Juan Ramón Ríos Trejo

William Lindsay Gresham
y lo grotesco

Ricardo Guzmán Wolffer

Brevísima antología
de la tuiteratura

Ricardo Bada

El vasto Orinoco
Leandro Arellano

Lucinda Urrusti, pintora:
retrato de una época

Elena Poniatowska

Hugo Gutierrez Vega:
el actor y el poeta

Vilma Fuentes

ARTE y PENSAMIENTO:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
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La Jornada Semanal

 

Orlando Ortiz

Colusiones

No soy especialista en el tema, pero hasta donde alcanza mis conocimientos, creo que el primer gran escándalo que reveló colusión entre una organización criminal y la policía, fue el de “Los bandidos de Río Frío”. El líder de esta banda de asaltantes era el coronel Juan Yáñez, ayudante del presidente Antonio López de Santa Anna. Muchos son los que pensaron –y todavía se piensa, pero no ha podido documentarse para probarlo– que Santa Anna, por abajo del agua,  era el verdadero cabecilla de la banda. Lugartenientes de Yáñez eran otros dos militares: Vicente Muñoz, apodado el Chacho, y Juan Martínez, alias el Indio Martínez. Las atrocidades de esta banda ocurrían en los caminos y también en Ciudad de México y alrededores, pues entre ellos –eran casi cincuenta maleantes– había “ganzueros” muy hábiles. (Hace algunos años era común decir “no me estés azorrillando” cuando alguien nos molestaba; tal vez el origen de la expresión sea de cuando los salteadores de diligencias gritaban “azorríllense” a sus víctimas, para que se echaran al suelo y esculcarlos o revisar tranquilamente sus baúles.)

La población, al igual que ahora, estaba molestísima con la inseguridad que se vivía y culpaban de ella al gobernador José Justo Gómez de la Cortina. En cierta ocasión que éste recorría a caballo las calles de la ciudad, creyó ver a un ladrón muy conocido; sus sospechas se confirmaron cuando el maleante se dio a la fuga. Sabiendo que era imposible correr más rápido que el caballo, se metió a la Catedral Metropolitana. (En aquellos años, y todavía después, los delincuentes acudían al amparo de los templos, pues a ellos no podían ni debían ingresar las autoridades civiles en calidad de tales, tampoco las militares: hacerlo era un verdadero sacrilegio.) Gómez de la Cortina seguramente era liberal y entró a caballo en la Catedral, posiblemente lo lazó y lo sacó arrastrando.  Ahí comenzó a desgranarse la mazorca, pues el detenido pertenecía a la banda de Río Frío y fue señalando físicamente a los integrantes, hasta que días después allanaron la casa del coronel Yáñez, donde encontraron piezas robadas en diversos asaltos a diligencias y residencias.


Grabado de John Phillips, 1848

El poder de Yáñez, o de quien estaba atrás de él, se evidencia porque el juicio al coronel y sus compinches se llevó cuatro años, y porque en ese lapso –qué curioso–, murieron: un fiscal (envenenado), un alcalde (apuñalado) y varios testigos; un escribano fue apaleado, pero finalmente fue sentenciado al garrote vil. Algunos de los facinerosos también, pero Yañez, según algunos autores, no quería morir de manera tan espantosa, y mucho menos en público, así que decidió suicidarse. Algunos sostienen que lo hizo cortándose el cuello con una navaja de barbero, en el expalacio de la Inquisición, otros aseguran que fue en la cordada (ya no recuerdo si dicen que se colgó). El caso es que Santa Anna salió cual blanca paloma de tal escándalo.

De entonces a la fecha se han dado numerosos casos en los que ha quedado en evidencia la colusión de delincuentes con autoridades policíacas. No de la magnitud narrada –que alcanzó al presidente–; si acaso, tal vez, el único de un tamaño casi similar fue el del Negro Durazo, compadre del entonces presidente José López Portillo.

Lo anterior vino a mi memoria con la lectura de La banda de los Sacco, de Andrea Camilleri, crónica que narra las vicisitudes de una familia siciliana allá por los años veinte, que tuvo el valor de negarse a pagarle a la mafia por lo que ahora denominamos uso de suelo, aunque lo hacían todos en la región. La familia denunció las amenazas a los carabineros y nada pasó, acusaron a uno de los hijos de un asesinato y fue encarcelado; el padre iba a visitarlo y fue asesinado, no obstante no cedieron y en un momento dado los sobrevivientes se fueron a la clandestinidad, pues los acosaba por un lado la mafia y por otro la policía, acusándolos de delitos inventados por la misma mafia. Los hombres de la familia tuvieron que autodefenderse.

Creo que esta última palabra lo dice todo, y es más evidente que intentaba relacionar la colusión de la justicia con la delincuencia en los tiempos de fascismo italiano con lo ocurrido en nuestro país, específicamente en Michoacán, con las autodefensas. En particular me recordó el caso de doctor Mireles, que formó su grupo de autodefensa contra el crimen organizado, aceptó dejar las armas y confió en que las autoridades federales se harían cargo de la seguridad, pero él fue quien terminó en la cárcel. Como puede verse, es un relato espeluznante. (Anfibología intencional.)