Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 2 de noviembre de 2014 Num: 1026

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Robert Howard,
Lovecraft y
Solomon Kane

Ricardo Guzmán Wolffer

La precursora
Doña Sebastiana

Fabrizio Lorusso

Buganvilia
Leandro Arellano

Margo también recuerda
Adriana Cortés Koloffon
entrevista con Margo Glantz

Henri Matisse: el ritmo
del movimiento detenido

Germaine Gómez Haro

Terry Bozzio, baterista
Saúl Toledo Ramos

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Columnas:
Perfiles
Gaspar Aguilera Díaz
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
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La Jornada Semanal

 
 
Henri Matisse y La Serpentine, circa de 1909
Foto: Edward Steichen/ commons.wikimedia.org
Germaine Gómez Haro

Aspiro a un arte del equilibrio, de la pureza.
Un arte que no intranquilice ni desconcierte.
Me gustaría que el individuo cansado, agobiado,
quebrado, encontrara paz y quietud en mis cuadros.*

La obra y la personalidad de Henri Matisse (Le Cateau-Cambrésis, norte de Francia, 1869) dominan la primera mitad del siglo XX, al lado de Picasso, amigos y rivales cuyas búsquedas renovadoras abrieron la brecha definitiva para el surgimiento del arte moderno. Matisse estudió Derecho en París y trabajaba como pasante cuando, a la edad de veinte años, comenzó a pintar utilizando una caja de colores que su madre le regaló mientras convalecía de una apendicitis. Poco después, en 1890, abandonó su carrera de Derecho y comenzó a estudiar artes plásticas. A partir de entonces, y hasta su muerte acaecida en 1954, se dedicó a buscar “una especie de paraíso personal” que consiguió plasmar en sus lienzos, dibujos, esculturas, cerámicas y papiers collés (gouaches recortados y pegados) inundados de luz y color. La obra de Matisse es más compleja de lo que parece a primera vista, ya que detrás de su aparente espontaneidad hay un arduo trabajo de desconstrucción de la realidad, hasta conseguir un lenguaje propio e innovador que lo colocó entre las figuras cruciales del arte del siglo XX.

El camino hacia el arte moderno:
aparición del fauvismo

Los colores poseen belleza propia que es preciso
conservar como se trata de conservar el sonido musical.
Que el color mantenga su belleza y frescura en cualquier
construcción es una cuestión de organización.


Henri Matisse, Mujer con sombrero, 1905

Matisse comienza su tardía formación en la Escuela de Bellas Artes de París donde muy pronto se rebeló contra la atmósfera anquilosada y conservadora. Sin embargo, absorbe las enseñanzas del pintor simbolista Gustave Moreau y descubre el impresionismo a través de Camille Pissarro. En 1898 se casa con Amélie Parayre y viajan a Londres para ver los cuadros de Turner, y a Córcega, donde descubre la radiante luz del Mediterráneo que será determinante en su desenfadada escala cromática. Después de un breve período en la Académie Julian, se da cuenta de que el verdadero aprendizaje está en los museos y en las galerías de vanguardia, como la de Ambroise Vollard, quien organizó su primera muestra individual en 1904. Inspirado en las Bañistas, de Cézanne, Matisse presentó la pintura Lujo, calma y voluptuosidad que se puede considerar la piedra de toque de su análisis de descomposición de la forma y el color. En el verano de 1905 se instaló temporalmente con André Dérain y Maurice de Vlaminck en Collioure, un pueblo de pescadores a orillas del Mediterráneo. A su regreso, los tres amigos, junto con Rouault, Marquet y otros pintores, expusieron sus cuadros en el Salón de Otoño de París y crearon tal desconcierto en el público y en los especialistas que el crítico de arte Louis Vauxcelles se refirió a ellos en tono peyorativo como Les fauves –Los salvajes– por su empleo desmesurado y escandaloso del color. Así nacía el fauvismo, movimiento que contribuyó a la emancipación de uno de los elementos principales de la pintura –el color– y del cual Matisse fue precursor e impulsor. Los fauvistas coincidían en el rechazo a los sutiles matices de la paleta impresionista y a la reproducción realista de la naturaleza a favor de la captación subjetiva de ésta, privilegiando sobre todo los poderes de expresión del color puro: “los colores como cartucho de dinamita”, diría Derain. Matisse se convirtió en el centro de las críticas con su Mujer con sombrero, retrato en el que las formas convencionales estallan en estridentes manchas de color. Sin embargo, el escándalo llamó la atención de los estadunidenses Michael y Sarah Stein, quienes, al integrar la pieza a su prestigiada colección vanguardista, contribuyeron a la legitimación de esta nueva corriente y al éxito inesperado del pintor. Incluso, en un principio, sus célebres hermanos –Gertrude y Leo Stein–, también mecenas, coleccionistas e impulsores de las vanguardias artísticas, expresaron su rechazo ante la mencionada obra: “Es algo brillante y poderoso –declaró Leo– aunque a la vez el más terrible pegote de pintura que haya visto jamás.” Los Stein fueron determinantes en el reconocimiento y cotización del trabajo de Matisse, e influyeron en otros coleccionistas importantes que imitaban su gusto por lo novedoso.


Henri Matisse, La Danza, 1909

Antes de este suceso, el coleccionista ruso Sergei Shchukin ya había “descubierto” a Matisse y había iniciado su colección de pinturas, dibujos y libros de artista que son hasta la fecha el más importante acervo de obras de primer nivel, hoy integradas a la fabulosa colección del Museo del Hermitage en San Petersburgo. Hace algunos años tuve la oportunidad de visitar ese museo donde se exhiben La danza y La música, pinturas icónicas que marcan un hito en la historia del arte moderno y que provocaron, a quien esto escribe, una de las impresiones más emocionantes que haya experimentado ante una obra de arte. La danza es una pieza sublime que consigue en su economía de formas y su paleta encendida un equilibrio excepcional. A pesar de la impetuosidad cromática que poseen ambas pinturas con sólo tres colores aplicados en vibrantes manchas planas y uniformes –el azul del cielo, el verde de la tierra y el bermellón de los cuerpos–, la atmósfera irradia paz y tranquilidad. Se percibe el ritmo musical del movimiento detenido.

Entre la naturaleza y el exotismo:
los viajes

No soy capaz de copiar como un esclavo la naturaleza, sino
que me siento apremiado a interpretarla y adaptarla al
espíritu del cuadro. La totalidad de mis combinaciones
cromáticas debe conducir a un acorde de color vivo, a una
armonía similar a la musical.

De sus aventuras en Tánger se desprenden ciertos patrones decorativos que serán recurrentes a lo largo de todo su quehacer artístico: toda sensualidad y todo lujo están permitidos, siempre y cuando el ritmo y el equilibrio sean los hilos conductores de la composición. Así se pueden apreciar las líneas fluidas, exquisitas y rigurosas de sus dibujos, y los lienzos abigarrados, profusos de elementos que se entrelazan entre sí como presas de un horror vacui. Además de captar la exuberancia del paisaje natural y la intensidad desmedida del sol africano que crea contrastes extremos en la luminosidad, Matisse se apasionó con las artes populares orientales y sus ornamentos arabescos que descubrió en las telas, tapices y cerámicas que aparecen de manera recurrente en sus composiciones. Como Matisse lo concebía, el lenguaje de la decoración debía expresar lo espiritual mediante el color puro y los arabescos abstractos, la reducción del espacio en el cuadro a un nivel óptico plano y el empleo del ritmo en el trazo. Un ejemplo paradigmático es la pintura Armonía en rojo en la que la figura se subordina al ritmo ornamental de pared, mantel y mesa, cuya perspectiva se confunde en un plano que crea un extraño efecto óptico provocado por la masa de color rojo que domina la composición.


Polinesia, el mar, 1946

Sus viajes a Tánger le abrieron un camino infinito de posibilidades, seguido por otros periplos también determinantes en el devenir de su trabajo: en Italia descubre a los maestros antiguos en Padua, Florencia, Arezzo y Siena; en Sevilla se entusiasma con el “españolismo romántico”; en Moscú estudia los iconos; en Berlín aprehende la fuerza telúrica del expresionismo; en Polinesia abreva en las fuentes del primitivismo que al final de su vida aflorará en sus papiers découpés, o papeles recortados. La influencia más determinante en todo su quehacer artístico fue, sin duda, la diáfana luminosidad del Mediterráneo que irradia en sus lienzos.

La alegría de vivir

El objetivo de la pintura no es representar acontecimientos
de la historia; éstos están en los libros. Sirve
para que el artista exprese sus visiones interiores.

Matisse se acerca con amor a los objetos cotidianos que lo seducen: le encantan las flores, los jarrones, las telas y tapices orientales, las mantillas españolas, y su presencia en composiciones a un tiempo lúdicas y rigurosas los dota de un cariz idílico. Siente una especial atracción por todo lo exótico, incluso se dice que descubrió la escultura africana antes que Picasso, a quien le regaló la primera máscara que el malagueño tomó como inspiración. La figura humana representó su mayor reto y el principal motivo de estudio y experimentación hasta alcanzar el grado máximo de simplicidad que buscaba.


Armonía en rojo, 1908

En Matisse, cada tema se convierte en fuente de numerosas reflexiones: reflejos, luces y juegos de sombra brillan con la alegría del movimiento detenido. Son tres las figuras que influyeron mayormente en la gestación y desarrollo de su muy personal léxico plástico: Cézanne, Gauguin y Van Gogh. En sus pinturas, cada objeto se capta claramente y los elementos, aun si se perciben abigarrados, nunca se confrontan entre sí. Esta es la lección de Cézanne. Omite los detalles para que la pintura se confunda en las zonas de color, a la manera de Gauguin. Y de Van Gogh retoma el uso del color muy intenso, no sólo para expresar más brillantez que en la naturaleza, sino también buscando, precisamente, contrastes insólitos de colores. Su mundo pictórico organizado con base en líneas claras y definidas y el uso libérrimo de las manchas de color fascina por su armonía y derroche de vida: el de Matisse es un mundo en el que de la realidad circundante sólo queda lo que es precioso. Un mundo que expresa la alegría de vivir.

La síntesis final: menos es más

Lo verdadero en el arte comienza cuando uno ya no entiende lo que hace y lo que puede hacer, pero sigue percibiendo en sí mismo una fuerza que es tanto más fuerte cuanto más se contraría y cuanto más se concentra. Por lo visto, debemos aprender a dejar atrás nuestras experiencias y al mismo tiempo conservar la frescura del instinto.

A lo largo de todo su quehacer artístico, Matisse expresó la mencionada “alegría de vivir” en cuadros y dibujos evocadores de danzas paganas, interiores melodiosos, bañistas y desnudos femeninos sensuales, exóticas odaliscas, frutas y flores exuberantes y la serendipia del sol mediterráneo que baña intensamente sus paraísos baudelerianos.

“Lo que sueño es un arte balanceado, puro y sereno”, evocó Matisse, y lo consiguió. Sus últimas obras son consecuentes de una salud precaria que lo conminó al trabajo desde su cama. Así, desarrolló una nueva técnica con pedazos de papel previamente pintado con gouache y recortado para conformar las figuras de su composición. Al recortar con tijeras el papel coloreado, buscaba lo siguiente: “En vez de dibujar un contorno y llenarlo con color… estoy dibujando directamente con el color.” En los papiers découpés de sus últimos años se palpa el sentimiento profundo del artista que plasma formas y sensaciones en composiciones básicamente orgánicas y apegadas a las líneas más elementales del naturalismo. En ellos aplica la sabia consigna de “menos es más”.


La alegría de vivir, 1905-1906

En este talante diseñó la hermosa Capilla del Rosario en Vence, en el sur de Francia, inaugurada en 1950. Se trata de un conjunto decorativo de vidrieras, cerámicas, mobiliario y vestimentas litúrgicas en el que consiguió expresar su más profunda espiritualidad en una atmósfera de recogimiento y misticismo: “Para mí esta capilla es la realización de toda una vida dedicada al trabajo. En ella florece, por fin, un inmenso e ímprobo esfuerzo.” La síntesis que caracteriza todo su trabajo se resume en esta capilla, según sus propias palabras: “La abstracción con arraigo en la realidad.”

Durante sus últimos años afloran los recuerdos de su estancia en Polinesia y son el motor en la creación de sus papiers découpés y de sus exquisitos libros de artista que representan su hálito final como colofón de una vida dedicada a pintar el lado luminoso de la existencia: la evocación al tema de la Edad de Oro y la poderosa metáfora de la alegría de vivir trasminan su vida y su obra. Matisse muere de un ataque al corazón el 3 de noviembre de 1954.

*Las citas que se presentan como epígrafes están
tomadas de Notes d´un peintre, de Henri Matisse,
publicado en 1908 en La Grande Revue, y es uno de los
tratados de arte más luminosos que se hayan escrito.