Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 24 de junio de 2012 Num: 903

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Dos poemas
Yorguís Pavlópoulos

Leer y escribir:
nuevas tecnologías

Sergio Gómez Montero

Apuntes sobre la grafofobia
Rocío García Rey

La palabra escrita:
usos, abusos y nuevas tecnologías

Xabier F. Coronado

¿Escribir?
Rodolfo Alonso

Prisas y tardanzas
del poder

Vilma Fuentes

De la palabra escrita a
la palabra asalariada

Fabrizio Andreella

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Enrique Héctor González

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Verónica Murguía

Hotelería vernácula

Para Beto y Magda

En 1983 conocí el Hotel Díaz, en Valladolid, Yucatán, y jamás lo he olvidado. Sospecho que ya no existe. Era demasiado extravagante para durar. El recuerdo es imborrable por dos razones: la primera, el cenote Zací, que estaba a una cuadra. El cenote tiene aguas azulísimas y es insondable. Al verlo, uno se imagina a un sacerdote maya empujando a una virgen guapísima tocada con plumas de quetzal. La joven lloriquea y cae al agua casi sin hacer olas. Chac, el dios de la lluvia, satisfecho, sopla y una nube tormentosa se deshace sobre las cabezas de los asistentes al sacrificio. Esta cinematográfica estampa se me metió en la cabeza la primera vez que me asomé.

La segunda razón que lo hacía inolvidable es que, desde las habitaciones del costado derecho del edificio, uno podía ver películas. No en tele, en una pared que hacía las veces de pantalla. Y es que el patio del hotel era el Cine Díaz. Dos docenas de largos bancos de madera, un proyector destartalado, perros, turistas aturdidos por el calor, un cácaro distraído y muchos vallisoletanos devotos del séptimo arte, conformaban esta sala al aire libre. Los rollos de cinta se confundían; el protagonista moría a los cinco minutos de comenzada la película y reaparecía fresco como una lechuga un poco después; un murciélago giraba sobre nuestras cabezas; los mosquitos picaban como lumbre y los borrachos roncaban con estrépito. Yo era feliz.

Conjeturaba que, en pocos lugares se mezclaban tantas extravagancias, y aunque no había visto mucho mundo, suponía que ver películas desde la hamaca del cuarto era algo inusual. Años después, en otro país, asistí a una función de The Rocky Horror Picture Show. El público llevaba arroz, confeti, paraguas, pistolas de agua y usaba todo esto para convertir la película en una actividad interactiva. Coreaban las canciones, arrojaban el arroz a la hora de la boda, los de adelante creaban una “lluvia” cuando se desataba la tormenta en la película mientras los de atrás abrían los paraguas, etcétera.

Los asistentes al Cine Díaz eran todavía más entusiastas: interpelaban al cácaro, a los que miraban desde los cuartos, a los actores que aparecían en la pantalla. Cantaban, compartían la comida y los niños jugaban con los perros que vagabundeaban por todas partes. Si la película era en chino y los subtítulos estaban en inglés, no importaba: el chiste era estar allí.

Otro hotel que quise mucho fue el Hotel Pito Pérez, en Pátzcuaro, Michoacán. En ese hotel, el excusado parecía no haber cambiado nada desde los días de la Colonia, pues era un agujero inmundo que se localizaba con el olfato. Jamás se encendía la luz con normalidad, pero la casa era preciosa. Además, el restaurante de al lado tenía el honor de emplear al mesero más honrado del universo. Si uno pedía uchepos, el hombre, con expresión culpable, respondía:

–¿Uchepos? Uy, no. Están acedos. La masa se agrió.

–Bueno, nos trae unas corundas.

–¿Qué no le digo que la masa está aceda? Están horribles.

–¿Hay pollo placero?

–De haber, sí hay. Pero la verdad, tampoco está bueno. Mejor les aviso: tampoco hay pescado. Ya no hay blanco de Pátzcuaro. Es que hace años trajeron otros peces, que para poblar el lago, y se comieron al blanco. Se acabó. En otros lugares sirven pescado, pero no es blanco. Porque blanco, blanco de Pátzcuaro, ya no hay ni en Zirahuén. Mejor váyanse a Los escudos.

Salimos y nos comimos unos fabulosos tacos de carnitas en un puesto de la plaza.

Hace unos años, mi marido me llevó de sorpresa a un hotel todo incluido en la playa, el Hotel Q. La sorpresa nos la llevamos los dos, pues al llegar nos informaron que nuestro cuarto “todavía no estaba”. Unos señores andaban por allí, arreglando la cabecera de la cama. La pintaron con aerosol y, al entrar al cuarto, nos pusimos un pasón. Luego fuimos al comedor y nos impresionó comprobar que debíamos hacer cola con una charola en las manos. Había barra libre nacional desde la hora del desayuno, lo cual garantizaba cantos y danzas folclóricas todo el día. En la noche, bailarines ataviados con taparrabos de tela plateada, interpretaban versiones libérrimas de los bailes de concheros ante un montón de gringos atarantados por el sol y el ron.

Qué tiempos aquellos. Cómo extraño viajar con los temores normales, encontrar hoteles estrafalarios y creer que el mayor peligro consiste en comerse unos uchepos horribles. Ay, México.