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Enrique Héctor González
Francisco Tario:comentario al margen
De culto, suele llamarse a los autores cuya obra es escasa, o bien es apreciada por sabias minorías, o bien ha sido producida en circunstancias anómalas, fuera de los canales de publicación habituales, ajena a la pompa y circunstancia del mainstream. Se trata de escritores marginales que muy probablemente le dieron poca importancia al hecho implicado en el sustantivo genérico “recepción”, esto es, a una tenaz producción textual o a relaciones precavidamente intensas con quienes ponen los libros al alcance del público. Ser autor de culto no implica, necesariamente, que la calidad de la obra rebase la de sus contemporáneos porque eso sólo lo atempera el tiempo, padre de todos los cánones. Tal condición tampoco supone un pacto a perpetuidad, pues el escritor de este tipo lo mismo se vuelve, años después, convidado constante a la casa de los espíritus editoriales, que cae luego de dos generaciones en la irredenta oscuridad –lo que es más factible.
Francisco Tario (sus apellidos reales son Peláez Vega) es sin duda uno de esos narradores que nacieron para no ser mafia. Como a las bicicletas en una calle transitada, a Tario lo ha perseguido el don de la invisibilidad. Como las bicicletas, asimismo, corre el peligro constante de ser arrollado por quienes lo han exhumado con el fin de añadirlo al corpus oficial de la literatura mexicana del siglo XX, sin consecuencias. Porque ya está allí, sólo que oficia a la sombra. Es contemporáneo de Rulfo, de Arreola, de Revueltas, nació el mismo año (1911) que Josefina Vicens y murió en Madrid uno después que Martín Luis Guzmán (1977), pero entre tanta carrocería pesada su obra huidiza se diluye como tragada por coladera fatal en el asfalto de la amnesia canónica.
No son pocos los especialistas que le han dedicado estudios donde se resalta el resorte, la tensión que magnetiza su prosa. Pero nadie puede explicar la naturaleza fantasmal de los relatos de La noche, los desconcertantes ambientes de Tapioca Inn, la onírica ironía de Una violeta de más, libros que reúnen sus cuentos, ni por qué con Entre tus dedos helados, sin duda una historia excepcional, cierra el ciclo de su obra narrativa.
Tengo para mí que la explicación está en otra parte, no en el hecho de que Tario sea un caso atípico, un extraño de tiempo completo, “más raro de lo que él pretendía”, como lo presumen Toledo y González Dueñas. Tampoco se debe a lo “alucinante” de los mundos que crea, según anota María del Carmen Millán, porque Lovecraft también lo hace y goza de legiones de lectores; ni lo esclarece plenamente la deleznable amalgama de su espesura verbal, donde entran en connivencia acordes modernistas y hasta románticos con apuntes y guiños existenciales y surrealistas, todo en clave fantástica. Juzgo a Tario, más bien, como legatario de una herencia, por así decirlo, maldita: la de Villiers de l’Isle-Adam y sus Cuentos crueles, la del humor negro del Swift de la “módica propuesta” y la del Poe que leyó Breton. De hecho, el hipnótico hechizo del cuento esencial de Tario, con su estatua descabezada y el incesante descenso de un sueño en otro, es de tan delicada morbilidad como el que ejerce “La caída de la casa de Usher”. Sólo que Tario privilegia la aterradora gracia y no la desgracia descomunal.
Leer a este inhóspito cuentista significa desatender la noción equivocada de que el principal componente del humor negro es la crueldad y no la ternura y el refinamiento, sutilezas que el lector medio no está dispuesto a reconocer. Así, Tario seguirá siendo degustado nada más por una minoría inmensa y a estas alturas resignada a su condición privilegiada y excepcional.
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