Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 24 de junio de 2012 Num: 903

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Dos poemas
Yorguís Pavlópoulos

Leer y escribir:
nuevas tecnologías

Sergio Gómez Montero

Apuntes sobre la grafofobia
Rocío García Rey

La palabra escrita:
usos, abusos y nuevas tecnologías

Xabier F. Coronado

¿Escribir?
Rodolfo Alonso

Prisas y tardanzas
del poder

Vilma Fuentes

De la palabra escrita a
la palabra asalariada

Fabrizio Andreella

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Enrique Héctor González

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Apuntes sobre la grafofobia

Rocío García Rey

Yo, ajeno a mi nombre/ Expulsado de mi historia, extraño en mi cuerpo/ Enemigo mío yo mismo. Dueño sólo de mi nada, de mis sueños/ De mi risa triste./ Dueño de la sorpresa que me causa no existir.
Armando Arenas, El guardián

En la película La vida de los otros (Das
Leben der Anderen
, Florian Henckel,
Alemania, 2006), uno de los hilos de la
historia es la censura hacia los actos de
pensar y de escribir. La escritura como
medio de fijación de pensamientos, sensaciones, historias, sueños, ha representado a lo largo de la historia un peligro para el estatu quo. Lo enunciado bien podría quedar como anécdota e incluso como lugar común acerca de las prácticas de los sistemas totalitarios; sin embargo, vale como pre-texto para hacer un conato de reflexiones en torno a la unión de la escritura y el valor de la dignidad.

¿Qué implica la anulación del derecho del otro a nombrar por escrito al mundo? ¿Por qué los regímenes totalitarios (bajo una denominación u otra) han llevado y siguen llevando a cabo esta práctica? ¿Por qué el lenguaje depositado en una hoja de papel o en una página virtual –si pensamos en el posicionamiento de las nuevas tecnologías– sigue resultando peligroso para algunos? El silenciamiento equivale, por un lado, a censurar el lenguaje mismo y el acto cognitivo del que la escritura se deriva. Es el temor a las palabras escritas y a la revuelta de significados que éstas puedan provocar lo que ha devenido grafofobia, término que utiliza Aníbal González quien, a propósito de La ciudad letrada, texto emblemático de Ángel Rama –una de las figuras más sobresalientes de la crítica literaria latinoamericana– afirma:

Pero la visión tenebrosa que Rama presenta del letrado y de la escritura en su conjunto es, como he sugerido, sólo un ejemplo reciente de lo que constituye una larga tradición de recelo de la palabra escrita en la cultura occidental, recelo que va más allá del mero logocentrismo para tornarse en grafofobia.

Por medio de este vocablo[...] aludo no tanto a un miedo de la escritura que nos llevará a evitarla del todo [...], sino a una actitud ante la palabra escrita en la que se mezclan el respeto, la precaución y el temor con la revulsión y el deprecio.

Es precisamente la actitud de rechazo, negligencia y pérdida de interés en que estamos inmersos la que ha propiciado, en gran parte, que los actuales sistemas de poder ya no necesiten implementar, de manera tan evidente y abrupta, los dispositivos para silenciar. Para fortuna la quema de libros ha quedado, al menos en algunos países de América Latina, como parte de los capítulos más vergonzantes de la historia. Sin embargo, el desvanecimiento de estas prácticas tiene que ver con un vaciamiento de lo que significa leer y escribir como un derecho y un ejercicio de dignidad. La unión entre dignidad y derecho a la escritura, y por ende a la lectura, la hallo en dos planteamientos: por un lado en el de Teresa Yurén Camarena cuando afirma que la dignificación –como parte del ethos–:

Es luchar por la libertad de todas las personas y por la revocación de cualquier forma de denominación: es empeñarse por elevar el nivel de conciencia propio y ajeno; es contribuir a conformar integraciones sociales y redes de interacción gracias a las cuales se satisfaga las necesidades del colectivo, se comuniquen los sujetos [...] es favorecer la participación creativa de todos y cada uno de los seres humanos en la producción de la cultura; es construir la propia identidad y la identidad de la comunidad.

Visto de esta manera, ¿no podríamos pensar que en la medida en que ejerzamos la lectoescritura, podemos devenir sujetos capaces de hacer, en términos de Freire, nuestra lectura del mundo? Y además, ¿no estaríamos colocándonos en el andamiaje para clarificar ideas, historias (personales o colectivas) y por lo tanto identidades? Si sabemos quiénes somos, ¿no estaríamos a un paso de construir la dignidad en tanto, como hemos señalado, ésta es una expresión de libertad? Pero para que las respuestas a estas interrogantes no permanezcan colocadas en la gaveta de las utopías irrisorias, tendríamos que comenzar por esforzarnos en cambiar nuestra actitud ante la palabra escrita; la propia y la ajena que, deseemos o no, llega un momento en que se conjuntan. (No en vano en el campo de la literatura uno de los temas eje para estudiar un texto es la llamada intertextualidad.)


Ilustraciones de Huidobro

Entre otras muchas cosas, el célebre pedagogo brasileño Paulo Freire escribió en La educación como práctica de la libertad: “La opción, por lo tanto está entre una educación para la ‘domesticación’ alienada y una educación para la libertad. Educación para el hombre-objeto o educación para el hombre sujeto.” La vigencia, me parece, sigue existiendo pese a las cuatro décadas de distancia entre la publicación del texto y nuestro presente. Hay matices, claro, que no debemos soslayar porque quizá son la parte medular del gran trabajo que cuesta unir la noción de lecto-escritura con la noción de dignidad humana. En este sentido, si Freire se concentró sobre todo en sectores “marginados de gente adulta”, ahora su planteamiento podríamos aplicarlo a cualquier nivel escolar, pues parte de los grandes malestares de este tiempo de globalización reside en el desvanecimiento de identidades, ya colectivas, ya individuales, que dificultan aún más el hallazgo de un sentido para la vida. La educación a la que hemos estado sometidos ha tenido que ver con la práctica del silenciamiento y, por ende, con formarnos, mediante un currículo oculto, a tener una actitud, una creencia, opuesta a la episteme acerca de lo que significan nuestros propios actos de nombrarnos por escrito. Si “el lenguaje es la morada del hombre”, en palabras de Graciela Maturo, ¿cómo explicamos que cada vez disminuya el número de lectores y escritores? Y cuando me refiero a estos últimos, no me refiero a los que en términos canónicos se ha reducido el término: autores de obras literarias. Me refiero simple y llanamente a aquellos individuos que tengan la confianza de plasmar por sí solo una idea, un pensamiento que los colocaría con mayor facilidad en el terreno del ser sujeto. Graciela Maturo afirma:

En una vasta tradición revelada y filosóficamente reelaborada, tanto oriental como occidental, prevalece la noción del lenguaje como instrumento y don divino, o bien él mismo como divinidad actuante que sustenta la esfera de lo espiritual divino-humana. No podría concebirse la cultura, en el sentido tradicional, sin el logos-lenguaje, ruah, soplo sagrado número del mundo, don divino, dios creador.

[…] El lenguaje es don, vínculo, reserva […] El lenguaje es morada del hombre.

Pero insisto, en estos tiempos en “que reina la indiferencia de masa, cuando domina el sentimiento de reiteración y estancamiento, en que la autonomía privada, donde lo nuevo se escoge como antiguo”, la brega por y para trabajar con el tema de valores se vuelve titánica y a veces espeluznante, sobre todo cuando nos enfrentamos a que una derivación de la crisis de identidad, a la que he aludido líneas arriba, se desdobla en el ejercicio docente. ¿Por qué la docencia tendría que permanecer ajena a la “era del vacío”? Si como ha señalado Martínez Bonafé, en su artículo “La crisis de la identidad profesional del profesorado”:

Parece que se acabó el papel mesiánico del intelectual que orienta la comprensión crítica del mundo. […] La arquitectura cultural es efímera, las tecnologías audiovisuales homogeneizan el mensaje cultural, dando un valor preponderante a la imagen […] consumimos fragmentos inconexos de una representación de una realidad previamente transformada en mercancía.

¿Para qué rescatar el papel mediador del lenguaje escrito? ¿Para qué enfrentar las prácticas desencantadas de estar frente a un grupo de alumnos que, quizá como los mismos docentes, tienen el conocimiento del significante, pero no del significado? ¿Para qué comenzar a intentar un ejercicio de escritura propia que nos ayude a clarificar lo que entendemos por valores y que nos muestre también cuál es la tradición axiológica de la que provenimos? Quizá este sería un primer ejercicio de transversalidad: cambiar nuestra actitud ante la hoja en blanco.

Si la hoja en blanco se convierte en un papel con líneas escritas, con trozos de pensamiento, memoria y/o sensaciones, estaremos dando un paso adelante para que la grafofobia se desvanezca. Porque el mundo de vaciamiento necesita re-conocer, re-significar y muy bien nos haría a todos recordar aquellas palabras de Thiago de Mello: “Pido permiso para terminar/ deletreando una canción de rebeldía/ que existe en los fonemas de alegría:/ canción que también vi crecer/ en los ojos del hombre que aprendió a leer.”

Escribir es también una forma de resistencia y una forma para nombrarnos y nombrar a los otros, para no anular nuestra capacidad de asombro, de otra manera seguiremos inmersos lo que Teresa Yurén ha citado: “el hábito de vivir”