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Un remedio para el trauma, el remordimiento y la culpa
Manufacturar asesinos
El soldado es un hombre o una mujer que debe abandonar toda individualidad para servir como una pieza en una maquinaria diseñada para obedecer y principalmente destruir; su tarea no es cuestionar ni mucho menos debatir. Las naciones que lanzan continuas aventuras bélicas han aprendido que los sobrevivientes de las guerras regresan a casa cargados de memorias atroces que a menudo los conducen a tener actitudes antisociales y a veces peligrosamente sociópatas. Los ejércitos tienen entre sus objetivos manufacturar, mediante entrenamiento y adoctrinamiento, asesinos o, por lo menos, individuos capaces de matar a otros seres humanos, no por odio, necesidad o desesperación, sino simplemente por seguir órdenes. No obstante, la única herramienta con que cuentan para controlarlos a largo plazo es inyectarles un sentido obsesivo del honor, el deber y la responsabilidad. Este método funciona a veces, pero a menudo no es suficiente para contrarrestar el trastorno por estrés postraumático, la depresión, la ansiedad, los ataques de pánico y demás aflicciones que padecen muchos veteranos.
El problema en buena medida radica en el poder de la memoria y la incapacidad de olvidar. Por tanto, los mandos militares han tenido desde hace tiempo gran interés en el desarrollo de drogas capaces de borrar memorias traumáticas. Esto hasta hace poco se consideraba inconseguible por otro medio que no fuera un “lavado de cerebro”. Sin embargo, hoy se sabe que si bien el cerebro depende de ciertas sustancias químicas para retener memorias, depende de otras más para poder olvidar. Hasta hace poco se creía que los recuerdos firmemente implantados en la memoria eran estables y estaban sólidamente sellados en los circuitos neuronales. Hoy sabemos que esto no es del todo cierto, sino que, como escribe Jonah Lehrer en su artículo de Wired (marzo 2012), “The Forgetting Pill”, las memorias se forman pero son reconstruidas cada vez que las evocamos, ya que al hacerlo alteramos sutilmente su representación celular. “La memoria es menos como una película, una emulsión de sustancias químicas en celuloide, y más como una obra de teatro que es sutilmente distinta cada vez que se interpreta”, escribe Lehrer.
La estructura de la memoria
“Toda memoria comienza como un juego de conexiones que cambian entre las células del cerebro… Para que una memoria exista, estas células aisladas deben volverse más sensibles a la actividad de otras, por lo que si una célula se activa, el resto del circuito se enciende también.” Los eventos traumáticos se recuerdan de dos maneras. Por un lado, como una escena cinematográfica que es posible repetir a voluntad y se almacena en varias áreas sensoriales del cerebro y, por otro lado, se evocan las emociones, las cuales se guardan aparte, en la amígdala. Así, en algunos experimentos se ha dado ciertas drogas (desde éxtasis o mdma, hasta beta bloqueadores para la alta presión y la ansiedad, como propanolol) a personas que han sufrido situaciones traumáticas, y bajo su efecto se les ha hecho recordar el acontecimiento. Al evocarlo en ese estado alterado (o incluso eufórico) su poder es reconfigurado y cambia notablemente. La efectividad para aliviar el impacto de las memorias negativas rebasó en algunos casos el ochenta por ciento. Lehrer señala que a esto hay que añadir el descubrimiento por parte del neurólogo Todd Sacktor de la proteína quinasa C o PMKZ, la cual es la clave para la preservación de las memorias a largo plazo, ya que incrementa la densidad de ciertos sensores de las neuronas. Al poder enfocar determinadas memorias específicas (al recordarlas bajo el efecto de fármacos que alteran la química del cerebro) será posible eliminar detalles negativos específicos aun sin alterar el recuerdo del acontecimiento.
Guerreros sin culpa
Cuando esta terapia se perfeccione es indudable que tendrá numerosos usos positivos para curar incontables desórdenes relacionados con la memoria, pero al mismo tiempo será una herramienta poderosa para producir al soldado ideal, carente de remordimientos y ajeno a las consecuencias de sus acciones, aun las más brutales, crueles y delirantes, como la reciente masacre cometida por el sargento estadunidense Robert Bales contra dieciséis civiles afganos, nueve de ellos niños. Esto sería el complemento perfecto para las guerras que se pelean con aviones drones que bombardean blancos en cualquier rincón del paneta mientras los pilotos se encuentran en una base en Nevada o Arizona y, tras aplastar aldeas y matar sospechosos, pueden ir a ver a los hijos jugar beisbol y a cenar a McDonalds con la familia.
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