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Javier Sicilia
Tomás Segovia, la lección del deseo
El 7 de noviembre, un día antes del encuentro que el poeta Eduardo Vázquez nos había concertado, me llegó, como un dolor más, la noticia de la muerte de Tomás Segovia. No sólo se había ido otro de los espíritus que iluminan la oscuridad de nuestra época, sino también uno de mis maestros. No pudo decirme lo que quería decirme, y yo, para mi tristeza, no pude escucharlo, porque si de alguien deseaba escuchar algo sobre lo que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) está haciendo, era de él.
Tomás Segovia no era un poeta encerrado, como muchos, en su torre de marfil. Era un poeta del deseo que, a diferencia de Luis Cernuda, creía que se encontraba en la realidad misma. Marcado por el exilio español como orfandad y destierro, la realidad del deseo fue su morada. No sólo lo vivió con una profundidad poco común, sino que lo cantó, lo develó en sus poemas, y a través de él pensó la vida e hizo una de las críticas más profundas al poder y la historia. Tal vez fue Segovia, junto con Octavio Paz y Gabriel Zaid, quien, como poeta, ha develado mejor las traiciones éticas de la política. Sin embargo, fue él, y no Paz, quien recibió una carta pública del subcomandante Marcos; fue también él, cosa que jamás habría hecho Paz, a pesar de sus lúcidas lecciones sobre el papel revolucionario de la poesía, quien, enfermo, empujado en su silla de ruedas por Margarita Capella, llegó, junto con otros poetas, el 8 de mayo a la plancha del Zócalo a recibir al MPJD; fue también él quien a sus ochenta años no dejó como poeta de simpatizar y de interrogarse por lo que la emergencia de los nuevos movimientos sociales dice frente al desmoronamiento del Estado y del Mercado. La profundidad de su deseo lo hizo vivir todo y estar en todo para interrogarlo e iluminar las vertientes éticas de la vida. De allí que su crítica no pueda ser clasificada de manera ideológica. A pesar de que hacía mucho había dejado de verlo, pero no de leerlo, fueron muchas las lecciones que recibí de él en este sentido. Me enseñó el arte de la versificación, los secretos de la traducción y la profundidad de la literatura que permite pensar y amar la realidad en muchos niveles; me enseñó a pensar poéticamente a través de sus versos y reflexivamente a través de sus ensayos; me enseñó la independencia creadora –lo vi construir con sus manos una casa en Tepoztlán y lo escuché tocar espléndidamente la flauta dulce–; me enseñó, por último, el sentido revolucionario que en su marginalidad guardan el poeta y la poesía. Alguna vez, hace muchos años, me dijo: “El romanticismo [por eso su última traducción fue la obra completa de Nerval] no es una escuela, es la temperatura de la poesía. Ningún gran poeta moderno ha escapado del romanticismo.” Los románticos, le dijo en 2005 a Eduardo Vázquez en una entrevista, inauguraron “un cierto historicismo […], el de las vivencias y la experiencia […] Un materialismo que no se interesa por las cosas materiales […] sino por ‘la significación’, por el ‘valor’ de lo que ha sido valioso o deseado […]; eran críticos de la objetividad que hizo perder el genio, por eso se acercan a los lenguajes oscuros, como el religioso o el mágico, al lenguaje de los que han sido proscritos por la razón: los locos, los niños, las mujeres, los salvajes […] La rebeldía romántica es revolucionaria en la medida en que reinventa los lenguajes oscuros”, los de los excluidos, los de las víctimas del poder. Quizá sabía que eso revela el mpjd y quería decírmelo, quería conversar sobre ese misterio de la poesía que se encarna en el espacio político y que es la realidad del deseo, la experiencia humana de la significación.
Me gusta pensar que habríamos hablado de ello. Me gusta pensar también, en medio de mi dolor, que un día, en la luz del deseo del que tanto supo, nos sentaremos, al lado de mi hijo y de todos aquellos que hemos amado, a conversar, y sabremos que el fondo del deseo no era otra cosa que la hermosa experiencia del amor que no dejamos de vivir y de expresar en la historia como el más revolucionario de los actos.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
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