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Una flauta mágica de Peter Brook
Andrea Christiansen
Un viaje iniciático para todos aquellos que estén dispuestos a abrir su corazón y dejarse tocar por la gracia de esta puesta teatral que sintetiza la sabiduría de toda una vida dedicada a la creación escénica. Tal vez, la lección última de uno de los más grandes maestros del teatro: Peter Brook.
El montaje conserva la simpleza y la economía de recursos que siempre han caracterizado a Brook, de nuevo nos confirma que en el escenario “menos, es más”. Fiel a sus principios y congruente con sus convicciones hasta el final, nos entrega una ópera despojada de los clásicos decorados y vestuarios que caracterizan a este género “fastuoso”. Su versión libre de La flauta mágica se concentra en realzar y potenciar el mensaje de la obra: el poder del amor y la verdad, que todo lo transforma y que nada ni nadie puede detener ni quebrantar. “En este mundo no se puede herir a nadie. Aquí no se vale matar al otro. Aquí no hay lugar para el rencor. Aquí se perdona al enemigo. No existen los enemigos”, le dice Sarastro a la Reina de la Noche, que arde en deseos de venganza y sed de poder.
Los cantantes escogidos por Brook, siendo virtuosos en el género, en ningún momento se comportan como cantantes de ópera: jamás los vemos inflando el pecho, ni engolando la voz postizamente. No cantan para hacernos ver la maestría con que mueven el diafragma o el histrionismo con que hacen vibrar sus cuerdas vocales. No, para estos cantantes el mensaje de “miren qué bien lo hago” es tan limitado como contrario a los objetivos del director de la puesta en escena. El virtuosismo de sus voces va más allá de la destreza vocal: el soplo de sus cantos parte del sentimiento más profundo con el único afán de tocarnos el alma y hacernos vibrar como cuerdas. Nos inunda esa emoción que surge ante lo verdadero sin especulación: bajamos toda resistencia y abrimos el corazón de par en par.

Fotos: Víctor Pascal |
En la historia Tamino y Papageno emprenden un viaje iniciático tocados por el sonido de la flauta mágica, que no es más que el sonido del amor, la verdad y la luz, que vence todo impedimento. La magra escenografía: unos palos de bambú. No hacen falta más que unos palos de bambú para activar nuestra imaginación y hacernos ver un templo o un túnel subterráneo, una celda o las ruinas del templo derrumbado. Todo el tiempo los actores van cambiando de lugar estos bambúes, que son también como las agujas de un reloj que nunca se detiene, que nunca permanece igual. El espacio, como la vida, se transforma constantemente. Al final, toman los dos grandes bambúes que simbolizan el portal –la entrada al templo de la verdad– y los adelantan casi hasta el proscenio. Mientras aplaudimos eufóricos, de pie, la línea virtual que nos separa de los actores desaparece. Por un momento me invade la sensación de que, al mover la puerta del templo, han hecho girar el espacio para dejarnos dentro de éste, junto a ellos. El mensaje subliminal es poderosísimo: el mundo de la luz y el amor puede ser aquí mismo donde estamos todos, es cuestión de decidir que así sea. Hacer sonar una flauta mágica en un país que desde hace algún tiempo ha sido secuestrado por los señores de la oscuridad –haciéndonos rehenes de su teatro de horror– trasciende la teatralidad para convertirse en una vivencia sanadora, en un viaje iniciático para todo aquel que esté dispuesto a ser tocado por el mensaje del amor y la verdad. Actores y espectadores comparten una misma emoción. Resulta emblemática la elección de Brooke, que al final de su vida nos envía una flauta mágica que recorre el mundo para hacer resonar con generosidad su mensaje de infinito amor y sabiduría.
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