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Para un retrato de Herta Müller
Esther Andradi
Cuando rotativas y televisoras del mundo anunciaron el nombre de Herta Müller como Premio Nobel de Literatura, pocos sabían quién era. Menuda, delgada y de grandes ojos tristes, no era de las escritoras que arrasaba con las ventas, ni la figura mediática presente en todos los cocteles. Ni la voz propensa a hacer declaraciones de todo orden como manda el glamour contemporáneo. Y aunque ya había sido reconocida con más de una veintena de premios y distinciones, como el Würth por su obra completa, el Heinrich Heine por su trayectoria, o el Premio de Literatura de la ciudad de Berlín, seguía siendo una desconocida para el gran público. Hasta que irrumpió el Nobel. Ahora, el solo anuncio de una lectura con su presencia supera todas las previsiones. Herta Müller, la escritora que lleva un nombre en alemán tan común como el de María Pérez en español, llena salones y sus libros están en la lista de bestsellers. Una situación ni soñada apenas tres meses atrás.
Herta Müller nació en 1953 en Nitzkydorf, una pequeña población de la minoría alemana en Rumania. “La noche está hecha de tinta”, pensaba la niña Herta. Atravesada por murmullos, gritos, por el miedo y el silencio. El orden del mundo familiar se alteró cuando tuvo que ir a la escuela. Allí no se hablaba dialecto, sino alemán culto, y rumano. En ese desplazamiento de lenguas, descubrió que las palabras tenían muchos ojos y servían para definir cosas muy diferentes. Y que ni siquiera comiendo plantas o flores, o torturando pájaros, era posible incorporar el sentido original. Ser como ellas. Aunque bien hubiera podido ser costurera, como su tía, el destino quiso que aprobara el bachillerato y entonces partió a la ciudad. En Temeswar, el centro cultural, histórico y económico del Banato rumano, estudió Filología Alemana y Rumana entre 1973 y 1976. Después trabajó como traductora en una fábrica donde “no se producía nada, no había nada, nadie llegaba a viejo. Cuando los obreros alcanzaban la edad de retiro ya estaban enfermos y, un poquito después, muertos.” La despidieron por negarse a colaborar con la Securitate, el servicio secreto del régimen de Ceaucescu. El miedo a la noche. Miedo a los ojos de las palabras que la acechaban. Y devino escritora. Su primer libro, En tierras bajas, fue publicado, con censuras, en 1982. En 1984 la editorial alemana Rotbuch publicó la versión original. Y se sucedieron reconocimientos a la joven autora, lo que le valió la censura definitiva en Rumania, junto con allanamientos constantes, presiones y amenazas. En 1987 Herta Müller logró emigrar del país junto con su madre y se refugió en Berlín Occidental. Tenía treinta y cuatro años. Se hizo conocida entonces, en esas lecturas poco concurridas, y en ese idioma alemán que sonaba como “extranjero”.
En Berlín publicó una veintena de libros entre poesía, ensayo, relato y novela. La lengua, las palabras, la memoria, su pueblo, las dictaduras, el despojo del lugar de origen, son sus temas recurrentes.
¿Es alemana? ¿Es rumana? Ni los medios ni la academia estaban preparados para este Nobel atípico. Distraídos, parecían ignorar que la literatura alemana viene siendo atravesada desde hace más de veinte años por aquellos autores que llegan desde las márgenes, lo que encarna un compromiso vital con la lengua elegida, y en el caso de Müller, con la lengua de una minoría en un país de régimen totalitario. Es literatura alemana contaminada por el rumano, un idioma que Hertha Müller aprendió a los quince, y que ha influenciado su manera de ver, de sentir.
Sólo unos pocos libros de Müller están traducidos al español, entre ellos los relatos de En tierras bajas y El hombre es un gran faisán en el mundo. La Editorial Siruela, que acaba de ganar la pulseada por los derechos en español de la Nobel, reeditó recientemente La bestia del corazón y La piel del zorro. Tímida, seria, sin aires de estrella inalcanzable, sus altos tacones para disimular su baja estatura son quizá la única coquetería que se permite. “El Nobel es un premio y está bien –aclara– , pero es algo externo, la escritura llega desde otro lugar. No puedo ser una Nobel todo el tiempo, mientras frío un huevo o voy a comprar papas al mercado.”
Con una celebridad tan fuera del canon, los medios sensacionalistas se la vieron en figurillas para el cotilleo. ¿Cómo traspasar la barrera de una personalidad semejante? Pues consiguiendo una entrevista con la mamá. Una mujer sencilla que ojalá opine como los lectores del periódico más vendido de Europa.
“Habiendo tantos colores, mi hija siempre se viste de negro. ¿Lo peor? Pues ya le dije que deje de fumar. Y no me hace caso.” Algo es algo. Para que nadie diga ya que no sabe quién es la Nobel.
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