En los últimos días hemos atestiguado el desarrollo de un nuevo capítulo de la militarización en nuestro país, pauta que desde hace dos décadas caracteriza a la política de seguridad pública en México en contexto de la crisis generalizada de violencia e inseguridad. En continuidad con el traspaso de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional aprobado por el Congreso de la Unión en septiembre pasado, este martes la Cámara de Diputados aprobó en lo general una nueva Ley de la Guardia Nacional cuyo proyecto original contempla, además, la reforma a nueve leyes relacionadas.
Como muchas organizaciones de la sociedad civil y medios de comunicación han advertido, esta nueva ley significa otro retroceso en materia de derechos humanos, no sólo por los riesgos intrínsecos y ya demostrados que conlleva la militarización como mecanismo privilegiado para atender la violencia en el país, sino también por lo que se deriva de otras disposiciones que se estarían aprobando y que trascienden a la Guardia Nacional, como el fortalecimiento de las labores de inteligencia en manos de las fuerzas armadas.
Frente a las críticas ciudadanas, la narrativa oficial ha negado que la Guardia Nacional y su traspaso a la Defensa representen una medida de militarización del país. Se argumenta con frecuencia que la verdadera militarización ocurrió con la salida del Ejército a las calles desde 2006, que ciertamente fue uno de los mayores episodios de militarización en México. Sin embargo, a contrapelo de esta narrativa, la literatura especializada considera el despliegue militar en tareas de seguridad pública como militarización directa y, a la vez, como sólo uno de los múltiples rasgos de la militarización como concepto más amplio del análisis de la realidad pública.
Se entiende por militarización indirecta la asignación de labores de naturaleza civil a las fuerzas armadas, así como la incorporación de lógicas castrenses en las instituciones civiles. La creación de la Guardia Nacional con rasgos militares y su posterior traspaso a la Defensa son expresiones claras de esta militarización, del mismo modo que el fortalecimiento de las labores de las fuerzas armadas y la ampliación de sus facultades son signos preocupantes de militarización, sin importar cómo se los asocie al concepto de seguridad nacional.
Nos encontramos, pues, ante una larga serie de acciones efectuadas durante décadas con las que se ha fortalecido paulatinamente el papel de las instituciones castrenses. En México no es un proceso privativo de un partido político, sino una dinámica sostenida durante ya cuatro administraciones presidenciales de distinto signo partidista, que han concedido a las instituciones militares un rol, recursos y una confianza superior de las dispensadas a las instituciones civiles, difundiendo paralelamente entre la sociedad un discurso que asegura una supuesta incorruptibilidad de todo cuerpo castrense, lo que constituiría su principal fuente de legitimidad.
A los riesgos que entraña este proceso ante el debilitamiento del ethos y la institucionalidad democrática del país, hay que sumar su probada ineficacia como mecanismo de aseguramiento de la seguridad pública. Hoy, el despliegue de las fuerzas armadas de manera generalizada, sin prácticamente controles sobre su ejercicio y uso de la fuerza, no ha logrado revertir de manera sostenida los índices de violencia ni instrumentar una política de pacificación permanente que permita el combate real a la macrocriminalidad y la reconstrucción de los tejidos sociales.
Por el contrario, a 19 años del despliegue de los cuerpos militares en labores de seguridad pública en el país, el saldo es más territorios ausentes del control institucional; y, en cambio, una larga lista de casos en que la letalidad de la intervención de las fuerzas armadas ha incrementado el adeudo estatal en acceso a la justicia.
Hechos de meses recientes, como los asesinatos de seis migrantes en Chiapas, de dos jóvenes en Chihuahua, de dos civiles en Nuevo Laredo, y tantos más casos de ejecuciones extrajudiciales o de detenciones arbitrarias –especialmente contra migrantes– dan muestra de la ineficacia que hasta la fecha han mostrado las fuerzas armadas como instrumento para la pacificación del país. Evidencia de ello es que la Guardia Nacional y la Sedena fueron en el sexenio anterior dos de las instituciones con más quejas ante la CNDH.
Lo que está en juego no es sólo la crisis de violencia, sino también, la agenda misma de fortalecimiento democrático, promoción de los derechos humanos, pacificación y reconciliación social. Como han señalado numerosas voces especializadas y organizaciones defensoras de las víctimas y de los derechos humanos: la ruta para una adecuada pacificación del país apunta en una dirección contraria a la que han promovido los últimos tres gobiernos federales y que el actual profundiza con esta nueva reforma legal.
No podemos cansarnos de repetir que la atención de la crisis generalizada de violencia e inseguridad pasa por el fortalecimiento de las instituciones civiles, por el cuidado, la capacitación y la profesionalización policial, por la reforma de las fiscalías y el Ministerio Público para garantizar el efectivo acceso a la justicia, por la adopción de estrategias de seguridad regionales diseñadas a partir del conocimiento profundo de los contextos específicos por la adopción de un enfoque de prevención que atienda las causas estructurales de la violencia, y por la limitación del uso de las fuerzas armadas de manera extraordinaria, estrictamente temporal y con los debidos controles institucionales tanto internos como externos.