Durante el sexenio pasado, el país vivió una expansión sin precedente del gasto social. Programas como la Pensión para el Bienestar de las Personas Adultas Mayores, Jóvenes Construyendo el Futuro y Sembrando Vida extendieron la presencia del Estado en territorios históricamente marginados y permitieron, por primera vez, que millones de personas recibieran ingresos regulares del presupuesto público. Según datos de México Evalúa, el gasto en subsidios, transferencias y aportaciones alcanzó 1.3 billones de pesos en 2024, más de 50 por ciento por encima de lo ejercido en 2018 (México Evalúa, 2024).
Estas políticas respondieron a una demanda impostergable de justicia social. Fueron, y siguen siendo, necesarias en un país marcado por décadas de desigualdad estructural, informalidad laboral crónica y abandono del campo. Entre 2018 y 2022, la pobreza multidimensional se redujo de 51.9 a 46.8 millones de personas, en buena medida gracias al incremento del gasto social (Coneval, 2023). Se trató de un esfuerzo redistributivo legítimo que corrigió una omisión histórica del Estado mexicano. Pero esa justicia, por sí sola, no genera desarrollo.
Las transferencias permiten resistir, pero no construir. El efecto multiplicador del gasto social ha sido limitado: al no estar vinculado a un sistema productivo fuerte, el aumento del consumo no se ha traducido en crecimiento económico sostenido ni en generación de empleo formal. Y lo más preocupante: gran parte de esa demanda adicional impulsada por el gasto social se ha canalizado hacia la compra de bienes importados, sin fortalecer a la planta productiva nacional.
En lugar de activar encadenamientos internos, se profundiza así la dependencia del exterior y se amplía el déficit comercial. Esta desconexión entre demanda social y oferta nacional explica por qué, pese al aumento del gasto público, la economía mexicana no ha logrado romper su estancamiento estructural. El crecimiento promedio del PIB entre 2019 y 2023 fue de apenas 0.8 por ciento anual (El Financiero, 2024), la inversión fija bruta sigue por debajo de los niveles prepandemia y la productividad laboral no repunta. Las micro y pequeñas empresas –que podrían beneficiarse del dinamismo interno– carecen de crédito, asistencia técnica y acceso a cadenas de valor.
El Estado distribuye, pero no construye capacidades. Se ha confundido el fortalecimiento del mercado interno con el solo aumento del consumo popular. Pero un mercado interno sano no se mide por cuánto se gasta, sino por cuánto se produce nacionalmente para satisfacer esa demanda. Los países que lograron convertir la demanda interna en motor del desarrollo –Corea del Sur, China, Brasil– no se limitaron a redistribuir: diseñaron políticas industriales activas, protegieron sectores estratégicos, promovieron empresas nacionales y construyeron capacidades tecnológicas propias.
En México, esa visión ha estado ausente. El modelo actual apuesta por sostener el consumo sin modificar la estructura económica, sin impulsar una industrialización moderna ni una estrategia nacional de innovación. Se ha asumido que basta con capacitar mano de obra e invertir en infraestructura para que la inversión extranjera directa (IED) llegue y dinamice la economía. Pero eso no está ocurriendo.
Aunque México registró en 2024 un récord de 36 mil 872 millones de dólares en IED, casi 80 por ciento correspondió a reinversión de utilidades o transferencias internas. Las nuevas inversiones –las que efectivamente crean capacidades productivas– cayeron 39 por ciento respecto de 2023, alcanzando apenas 3 mil 159 millones de dólares. Para 2025 se han anunciado proyectos relevantes, pero no hay evidencia de que los flujos efectivos en el primer trimestre hayan superado, en términos reales, 20 mil 313 millones registrados en el mismo periodo de 2024. Esto sugiere que la estrategia basada en el capital externo sigue siendo incierta y estructuralmente débil. La presidenta Claudia Sheinbaum ha reiterado su compromiso con los programas sociales. Es correcto que así sea. Su continuidad responde a un principio de equidad que no debe retroceder. Pero si esa política no se acompaña de una transformación productiva profunda, el modelo económico enfrentará límites crecientes.
Es momento de requilibrar prioridades. Para financiar el desarrollo de capacidades productivas nacionales –industria, manufactura, tecnología, innovación– es indispensable frenar el crecimiento inercial de los programas sociales e infraestructura y redirigir parte del gasto hacia la inversión productiva. Si todos los recursos continúan concentrándose en el consumo y la obra pública, se cerrará el espacio fiscal necesario para apoyar al capital nacional. Este apoyo debe incluir algo más que subsidios: debe asumir riesgos. Invertir en manufactura, tecnología o nuevas cadenas de suministro exige grandes montos de capital, largos periodos de maduración y una alta exposición a la incertidumbre. En estos sectores, el Estado no puede limitarse a ser regulador o facilitador: debe ser socio estratégico.
Sin esquemas de cofinanciamiento, garantías, compras públicas orientadas a empresas nacionales y fondos de capital productivo, la inversión privada nacional no despegará. Si ese viraje no ocurre, las opciones para sostener el gasto social se volverán insostenibles. Una reforma tributaria sin crecimiento puede generar resistencia social. Y el endeudamiento sólo agravará los desequilibrios fiscales, abriendo la puerta al ajuste. En ese escenario, lo que hoy se presenta como política de inclusión podría terminar en contrarreforma.
La Presidenta tiene la legitimidad, la experiencia y la fuerza política para hacer esta corrección histórica. Puede preservar los avances sociales e iniciar una nueva etapa: la construcción de una economía soberana, innovadora y productiva. Distribuir fue un acto de justicia. Transformar es hoy una necesidad nacional impostergable. Una auténtica economía moral no puede limitarse a la distribución inmediata de recursos; requiere una visión de largo plazo, sustentada en un proyecto nacional de desarrollo económico sólido. Implica construir una base productiva capaz de sostener la justicia social más allá del gasto público. Sin ese horizonte, el compromiso ético se agota en lo asistencial y deja intactas las estructuras que perpetúan la dependencia y el estancamiento.
*Director del CIDE