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#AsiNoBiden

02 de febrero de 2024 00:04

El presidente de Estados Unidos, se llame como se llame, tiene la facultad de ordenar bombardeos sobre pueblos polvorientos situados a 12 mil kilómetros de las fronteras de su país, pero carece del poder expedito para poner orden en su frontera sur e impedir que un gobernador racista y demagogo le usurpe la potestad de administrar esa demarcación binacional. Puede pedir en extradición a un narcotraficante latinoamericano (y en casos extremos, ordenar su secuestro), pero no tiene ninguna posibilidad de establecer un programa federal de rehabilitación para los millones de adictos que deambulan por las ciudades estadunidenses; a lo sumo, logrará que se distribuya y administre algunas dosis de una sustancia para reanimar momentáneamente a los que se les pasó la mano con la jeringa, quienes, pasado el peligro, serán devueltos a la calle y a su infierno.

Un ocupante de la Casa Blanca ignora muchas de las tramas que se urden en los pasillos de la DEA, la CIA, ATF, los departamentos de Estado y de Justicia, y otras de esas dependencias oficialmente adscritas a su autoridad, las cuales, con frecuencia, se enredan en rivalidades políticas o burocráticas y que desde luego no están exentas de ese cáncer que de manera recurrente Washington diagnostica en gobiernos amigos o enemigos: la corrupción. Mientras más vasto es el poder global de un Estado, más espesos son los laberintos a los que debe enfrentarse su jefe para gobernar.

Un caso especialmente lamentable es el del condicionamiento republicano a la intención de Joe Biden de enviar a Ucrania un paquete multimillonario de ayuda militar. Para aprobarlo, el bando tomado por el supremacismo y la paranoia xenófoba exige la adopción de medidas en contra de los migrantes. En el peor de los escenarios, demócratas y republicanos se pondrán de acuerdo para aprobar dos canalladas: el reprobable propósito presidencial de echar más gasolina al fuego de la guerra y la represión policial –si no es que militar– de trabajadores extranjeros a quienes los republicanos llaman “invasores”.

La cosa se complica en tiempos de recambio electoral porque los intereses partidistas –y los económicos que están detrás– van contaminando los asuntos en las más altas instancias y llegan a teñir el desempeño de las oficinas más insignificantes; desde los entresijos de los programas sociales hasta las decisiones de seguridad nacional. Hoy, el conjunto institucional de la potencia vecina se encuentra en una situación cada vez más descontrolada, en muchos casos, de parálisis, y con un gobierno que no tiene mucho más que ofrecer al electorado que el de servir por cuatro años más como muralla a los afanes vandálicos del trumpismo.

En tales circunstancias, México se enfrenta desde ya al enorme batidillo de intereses contrapuestos que es el escenario político estadunidense, y es en ese contexto que debe situarse la campaña insidiosa organizada en los albañales interconectados de la DEA y el periodismo mercenario para sembrar la idea de que en 2006 el actual Presidente mexicano recibió financiamiento del narcotráfico para su campaña electoral. Desde luego, López Obrador tiene toda la razón en dirigirse al gobierno de Estados Unidos –concretamente, al Departamento de Estado– para exigir explicaciones y disculpas por la difamación, pero es posible que ni el ocupante de la Casa Blanca ni su subordinado Antony Blinken estén en condiciones de formular una respuesta coherente al requerimiento, por la sencilla razón de que, aunque formalmente el primero tiene la responsabilidad última sobre la DEA, no la tiene sobre intereses mediáticos que, por el motivo que sea, pretenden meter la nariz en los asuntos de México y darle a la coalición opositora un balón de oxígeno que requiere con suma urgencia. Y es que, de manera concertada o no, la abanderada de esa coalición, Xóchitl Gálvez, viajó a Estados Unidos en medio del escándalo artificial para ofrecer allá, en la bandeja de sus aspiraciones cada vez más improbables, el retorno a las políticas privatizadoras que tanto gustan en los entornos políticos y empresariales del país vecino. La coincidencia es más que sospechosa.

Participar en ese juego sería una tentación sumamente peligrosa tanto para Biden –que ha encontrado en el mandatario mexicano colaboración sincera y digna– como para el bando de Trump, al cual no le conviene llevar su histeria antimigrante a un nivel de confrontación abierta con el Estado mexicano. Más peligro aún resulta para los alicaídos gerifaltes del PRIANRD, su coordinador empresarial y sus operadores mediáticos: abrir la puerta a la injerencia de instancias foráneas es una acción particularmente odiosa no sólo para la gran mayoría ciudadana que respalda a la Cuarta Transformación, además de que la historia nacional la marca como la más baja sima de la deslealtad.

Lo mejor que puede ocurrir es que Biden formule una explicación y una disculpa, así sea balbuceante. Y si los opositores mexicanos no renuncian a su coqueteo impúdico con los intereses intervencionistas de Estados Unidos, que se atengan a las consecuencias en las urnas.

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Twitter: @PM_Navegaciones



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