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Al borde

21 de enero de 2024 00:02

Nadie sabe a ciencia cierta en qué fase del proceso electoral sucesorio estamos; le llaman “intercampañas”, pero podrían haberle llamado de contemplación o de ensoñación. Fase propia y propicia para consumo y gusto de algunos analistas políticos, especializados –ellos sí– en la peor versión de las especulaciones conocidas.

Hasta el momento no hay signo alguno de que los partidos y sus candidatas estén pensando alguna batería de hipótesis y postulados novedosos, bien pensados, tanto sobre las posibilidades como sobre los desafíos que el país tiene para prepararnos y superar, progresivamente, el rosario de fallas geológicas que nos caracterizan; referentes no sólo al (mal) desempeño de la economía, sino en torno a nuestro carácter social, particularmente en relación con el comportamiento, los reflejos y las (escasas) destrezas de quienes tienen la responsabilidad de gobernar el Estado y encauzar los malestares, contradicciones y reclamos de las diferentes comunidades que componen la sociedad mexicana.

En un país que está a punto de cambiar, los mandos principales del Estado y de muchos gobiernos locales, y que no tienen mayor idea de qué proponen los aspirantes a suceder en el poder formal a los actuales, no se avizora un mañana seguro. Debemos exigir a los partidos y sus candidatos y candidatas dejar la bravuconería y los malos chistes para exponer definiciones claras de su plan de trabajo en caso de llegar al poder formal.

Una perspectiva que se haga cargo de que somos un conglomerado humano grande, con mucha historia que aprender y que contar, y ubicado en las coordenadas estratégicas más importantes del hemisferio occidental que, de hecho, podrían ser decisivas para el conjunto de este mundo difícil y cruel que, sin embargo, busca transformarse en un mundo al menos habitable.

Esta breve reflexión tiene como motivación inmediata la preocupación y angustia que provoca en no pocos mexicanos el escenario que pueda ser configurado al calor de la sucesión presidencial, uno que tendría que alimentarse de un obligado y riguroso recuento de lo que nos ha pasado y, por los menos, una primera proyección de lo que podría pasar en los próximos años.

Un ejercicio de elemental evaluación político-económica que tendría que reconocer, desde el principio, las muchas fallas en lo que podríamos llamar el conocimiento y estudio del carácter social del México contemporáneo, un modo de ser que parece estar detrás de nuestra pasividad ante la imparable ola de agresiones criminales y abusos.

Porque si realmente comprendiéramos la anormalidad cotidiana que nos abruma y paraliza, tendríamos que llegar a la conclusión de que el país está viviendo una circunstancia de altísimo riesgo; no sólo por las vidas afectadas y truncadas, que es ya mucho decir, sino porque hasta hoy no hay ningún argumento claro ni enérgico, ninguna contención expresa, en el sentido de impedir que las bandas organizadas interfieran y acomoden candidatos y condiciones en los procesos electorales. Y, de seguir esta tendencia suicida, tendríamos que convenir que en México ya no está vigente el estado de derecho; entramado institucional que tanto trabajo y tiempo ha llevado construir.

Evitemos que la política, que queremos democrática, termine en un lamentable “reality show” en el que concurren la vacuidad, los intereses, los “likes”, y los partidos sean meras correas de transmisión funcional a unos intereses que ya no temen decir su nombre.

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