Opinión
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Payán baila con Tongolele
M

uchas de las personas que poblaron el espacio del legendario Salón Los Ángeles una noche de marzo de 1988, para festejar los 40 años de la publicación de La región más transparente, parecían salidas de las páginas de esta novela de Carlos Fuentes. Como en otras narraciones de este autor, protagonistas o personajes secundarios provienen de los más diferentes medios sociales pero, o tal vez a causa de esto mismo, se hablan entre ellos sin las barreras de la clase y la educación, o la edad, el sexo, la ambición y el hastío de la vida sin sorpresas, sabida de antemano, anunciada por su creador, quien no puede o no quiere guardar los secretos del destino y, al contrario, se place divulgándolos preguntándose qué significan.

Actores y actrices, artistas, periodistas, escritores que nunca creí fueran tantos los que sobre el Támesis cruzaran, tantos los que la muerte arrebatara, tantos los que versos y prosa escribieran, músicos, imitadores, gorrones, bailarines y otras especies de saltimbanquis del circo mexicano, hombres y mujeres que atraviesan los puentes comunicantes entre las páginas de la novela y la pista de baile del Salón Los Ángeles, entre lo irreal y lo real... si acaso es posible saber cuál es uno y cuál es el otro.

A la mesa principal, García Márquez, premio Nobel; Saramago, nobelizable; Sergio Ramírez, liberador. Un grupo de comediantes termina la lectura actuada de algunas páginas de La región más transparente. Después de las palabras de agradecimiento de Fuentes, la orquesta le dedica un danzón. Comienza el baile. Sentados a una mesa vecina, veo moverse los espesos bigotes, rubios unos, canosos los otros, de Javier Wimer y Carlos Payán, absortos en una charla con tintes políticos. En la mesa trasera a la de ellos, descubro a Yolanda Montes Tongolele con el clásico mechón de cabello blanco que la distingue.

Se me ocurre sugerir a Javier Wimer que la invite a bailar. Acepta decidido el desafío, no de mí, sino de sus virtudes para la danza. Javier se inclina caballeresco ante Yolanda Montes y, después de dirigirle algunos refinados piropos con toda la galantería de su educación a buena escuela, la invita a bailar. La sonrisa de Tongolele es tan complaciente que parece anticipar su aceptación. Y aunque su no brota de sus labios como una caricia, se trata de una negativa implacable. La insistencia de Wimer sólo extiende su sonrisa.

De regreso a su mesa, Javier intercambia unas palabras con Payán. ¿Están apostando?, me pregunto cuando veo a Carlos dirigirse sin prisas, como si estuviera obligado, hacia la mesa de Yolanda Montes. Parsimonioso, se detiene frente a la bella exótica, sin darse el trabajo de inclinar la cabeza para saludarla. Es ella quien levanta la suya para mirarlo. Carlos se limita a estirar un lado de su cuello para hacerle señas de seguirlo y se da media vuelta para dirigirse a la pista de baile sin mirar hacia atrás. Tongolele, obediente al gesto de Carlos, se levanta y camina tras él. El director de orquesta descubre a Tongolele. Nuevo intercambio de gestos. No, ningún mambo, un danzón, ordena Yolanda.

Carlos la acompaña de regreso a su mesa y vuelve a su plática con Javier, exactamente donde la dejó, como si no la hubiesen interrumpido ni un segundo. Tongolele lo mira de lejos, pero lo intenso de su mirada no lo hace volver la cabeza. Yolanda parece comprender y deja a sus pies bailotear bajo la mesa.

Recuerdo, entonces, que Carlos creció en el barrio de La Merced, y su escuela fue la calle. Sus conocidos eran granujas, pillos, bribones, pícaros, merengueros, lazarillos de Tormes, chamacas de mala vida, raterillas, mendigos. Su lenguaje fue, en su infancia, el del gesto y su fuerza la del silencio. Otras lenguas vendrían después. Payán nunca aprendió a mentir, pero sabía hablar con todo mundo. Vendría, de su mismo asombro, la lengua de la poesía, pozo inagotable donde se esconde y se muestra, diáfana, la verdad.