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El estante de lo insólito

La fórmula secreta, entraña de México

“Cola de relámpago, remolino de muertos Con el vuelo que llevan, poco les durará el esfuerzo. Tal vez acaben desechos en espuma, o se los trague este aire lleno de cenizas…”

Juan Rulfo

L

o debates para definir la entraña de México son duelos imposibles desde múltiples trincheras. Historiadores, sociólogos, sicólogos, literatos, cineastas, pintores y muchos más han hecho aportaciones notables para entender qué nos contiene, qué nos explica como perfil humano y nos hace posible como nación. Sin embargo, nuestro país es tan complejo y dispar, tan maravilloso y tan crudo, que en ocasiones el mejor asomo abandona lo académico para urdir en la entraña de lo insospechado. A veces surgen voces que no caben en cualquier etiqueta. A veces surgen piezas como La fórmula secreta, una película que tiene todo, y nos muestra a todos.

Rubén Gámez

La película es la presentación fabulosa de Rubén Gámez como director / autor, si bien ya había mostrado dotes con uso de travellings, golpes musicales y gran edición rítmica en su cortometraje Magueyes, de 1962, un trabajo impactante que fue exhibido en festivales en Europa. Se distinguió pronto como cortometrajista, fotógrafo, ideólogo y próximo autor de filmes intermitentes que, a su modo y contra el mercado, alcanzaron trascendencia.

Rubén Gámez fue un sonorense nacido en 1928. Desde siempre le maravilló la posibilidad de la imagen. Apenas tuvo una cámara, buscó en las alteraciones de su uso o la posición al obturar, algo que fuera distinto a lo que había visto. Hizo estudios de fotografía en la Universidad del Sur de California.

El concurso

El cineasta fue el ganador absoluto del primer Concurso de Cine Experimental al que convocaron los Técnicos y Manuales del Sindicato de la Producción Cinematográfica, en 1964. Su obra ganó película, dirección, edición y adaptación musical. Pudo no haber hecho nada más, y su espacio quedaría preservado en nuestro cine con esta obra excepcional de sólido blanco y negro y primeros planos que pueden lastimar más de una sensibilidad (acercamientos a la transgresión táctil del sexo, los animales descarnados, los ángeles de iglesia como rostros que provocan temor…).

Dividido episódicamente, el mediometraje filme absoluto de Gámez muestra campo, ciudad, ángeles, tallas, artistas, pescadores, obreros, mujeres, niños, viejos… los rituales de un país transformándose, queriendo ser aunque traiga Coca-Cola en las venas (reiteración de siluetas como flashes de lo apocalíptico), fajes entre bramido de vacas, maneo de la res puesta al sacrificio cruel del matadero. Y de la sangre y la cabeza de la res se visualiza a los mexicanos en su permanente traslado, en su perpetuo reguero de sangre, camino empedrado como destino encarnado.

Mientras, las máquinas rugen su tecnificación en inglés, como lo que nos llega de fuera, lo que usamos sin ser, lo que aspiramos (voz de niño intentando “Ar yu redi for scul…”). Después los niños en carrusel, en juegos, como la posibilidad futura, pese a la censura inmanente, cacería de sacerdotes prescindibles (con la inquietante caída de hombres en sotana desde estructura tubular, ante la inquietud, sonrisa y casi celebración de varios niños), la cuerda de salchichas que se extiende perpetua como el hambre de sus comensales fortuitos en su paso por todos los terrenos de México. Luego, el charro blandiendo soga en persecución del hombre de traje. Todas las interpretaciones caben. ¿La caza de la burocracia, o el poder, o la clase que desdeña desde arriba, o la lucha contra la negación del arraigo y lo propio?

Ustedes dirán que es pura necedad la mía

El director eligió partitura clásica para exaltar los mosaicos nacionalistas. Suenan Vivaldi, o Stravinsky y L. Velázquez (en su corto Magueyes había usado la Novena Sinfonía de Shostakóvich), mientras su guion incluye un magnífico texto de Juan Rulfo al que le pone perfecta voz el poeta Jaime Sabines, quien exclama: “Ustedes dirán que es pura necedad la mía, que es un desatino lamentarse de la suerte, y cuantimás de esta tierra pasmada donde nos olvidó el destino.

Foto
▲ Ilustración Manjarrez / @Flores Manjarrez

“La verdad es que cuesta trabajo aclimatarse al hambre y, aunque digan que ésta repartida entre muchos toca a menos, lo único cierto es que aquí, todos estamos a medio morir, y no tenemos ni siquiera dónde caernos muertos (…)

Se nos regatea hasta la sombra. Y a pesar de todo así seguimos, medio aturdidos por el maldecido Sol que nos tunde a diario a testerazos, siempre con la misma jeringa, como si quisiera revivir más el rescoldo, aunque bien sabemos que ni ardiendo en brasas se nos prenderá la suerte.

Coca-Cola en las venas, la hermética fórmula secreta de la bebida más consumida en el planeta. El líquido que condensa los fluidos de la carne y del espíritu. Surrealista, barroca, tremendista, anticlerical… es una película imprescindible.

Tequila, perpetuidad del estilo

Gámez tomó distancia de 28 años para hacer Tequila (1991), su segundo largometraje (si bien su labor como fotógrafo y cortometrajista se mantuvo activa), que abre poniendo a dos cámaras de 35 milímetros apuntadas entre sí a fin de señalar acción, para recorrido circular de cámara (recurso permanente con un muy técnico desplazamiento) que antecede su recorrido aéreo por la gigantesca Ciudad de México, urbe que respira con la música que va de la Sonora Santanera a Juan Gabriel o Queen.

Como en La fórmula secreta, el cineasta mantuvo el tumulto frenético de ideas, imágenes, símbolos, pero con un eje central: la mujer mexicana. Después viene eufórica edición de concentraciones políticas, gritos, matracas, mechudos, pancartas…, gente que cambia de posición en la calle, polvo sobre mesa, piedras labradas, ansiedades difusas, mujeres en coreografía en el Zócalo, en tubería, que corren, gritan, se engallan, que cuidan en carrusel, que levantan a los muertos, siempre con viento en contra, con los hombres como autoridad, fealdad, culpables… mujer fuerza, espíritu, mujer danzón (María Rojo, quién más).

Imagen negra para escuchar a Agustín Lara y su extraordinaria pieza Santa, antes de que llenen la pista de baile las ganas desnudas de Hernán Cortés (Hugo Stiglitz, quien después aparece entre las cimas de la lluvia para gritar: ¡Que viva España, coño!) y Yirah Aparicio como la implacable belleza de la Malinche. Estatuas, gestos de piedra en el volador recorrido por el Museo Nacional de Antropología. Restos de represión a manifestantes, donde quedan calzados, sombreros, mantas, sangre, paraguas, y hasta las Narraciones extraordinarias, de Edgar Allan Poe. Antidesfile militar, con los cuerpos de élite echados para atrás en recurso de edición que los quiere lejos, sin custodiar las veladoras (estupenda imagen en el Zócalo capitalino) de sus víctimas, visión de muertos y cine en combustión.

Como su admirado escritor Juan Rulfo, el realizador Gámez no tuvo una obra prolífica, pero sí trascendente. Dijo que le interesaba hacer formas nuevas en el cine, es decir, permitirse experimentar con el lenguaje. Nadie puede dudar que lo logró, aunque él mismo dijo que no sentía entera satisfacción por sus películas. Tampoco señaló qué le faltó. Como cinéfilos, todos sabemos que su cine hay que verlo muchas veces.