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Confianza ciudadana y crisis de legitimidad
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cho de cada 10 mexicanos no confían en los partidos políticos y el mismo porcentaje se siente descontento con el acceso a la justicia. Apenas 3 por ciento se sienten bien representados por los legisladores federales, menos de 6 por ciento por los diputados locales, menos de 12 por ciento por los gobernadores, 21 por ciento por la autoridad municipal y 26 por ciento por el Presidente de la República. De manera significativa, quienes sienten que ninguna de esas figuras representa sus intereses son también un cuarto de los ciudadanos.

Los anteriores datos se desprenden del Informe País 2020: El curso de la democracia en México, estudio realizado por el Instituto Nacional Electoral (INE) y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) con base en la Encuesta Nacional de Cultura Cívica (Encuci) del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi).

En el documento, y sobre todo en la presentación del mismo por el consejero presidente, Lorenzo Córdova, puede detectarse un afán autopropagandístico del INE. Por ejemplo, en la gráfica que recoge la confianza en las instituciones y grupos sociales se omite recoger la percepción sobre los docentes, las organizaciones de ayuda de adicciones y el gobierno federal, tres categorías que en el Informe País de 2014 (publicado en diciembre de 2016) se encontraban por encima del entonces Instituto Federal Electoral (IFE) en el favor ciudadano. Estas exclusiones son relevantes ante la insistencia de Córdova en presentar al organismo que preside como la institución civil con mayor confianza en el país (extremo falso, según sus propios datos, pues tal título recae en las universidades públicas).

Pero más allá de las derivas publicitarias de la autoridad electoral, el informe da cuenta de un fenómeno tan irrefutable como preocupante: la crisis de legitimidad de las instituciones democráticas. No se trata de una particularidad nacional. El estudio citado muestra que a nivel continental existe una insatisfacción similar, y el año pasado el Parlamento Europeo encontró que 90 por ciento de los españoles desconfía de los partidos políticos, mientras tres cuartas partes lo hacen del gobierno y el Congreso. En un nivel más general, en 2019 la encuestadora global y thinktank Pew Research Center informó que 69 por ciento de los habitantes de varios países de la Unión Europea están en desacuerdo con la afirmación la mayoría de los elegidos para cargos oficiales se preocupa de lo que piensa la gente como yo, opinión compartida en Rusia, Ucrania y Estados Unidos.

Un reporte elaborado por la Universidad de Cambridge siguió las percepciones sobre satisfacción con la democracia entre 1973 y 2019 en más de 150 países, con el revelador resultado de que desde mediados de la década de los 90 se experimenta un progresivo y constante incremento de la insatisfacción en casi todas las regiones del mundo. No parece casualidad que esta caída coincida con la implantación de las premisas neoliberales en los sistemas electorales y la administración pública, con la consiguiente sustitución de los programas políticos y los movimientos de masas por estrategias de mercadotecnia que reducen el juego democrático a una serie de opciones de consumo vaciadas de cualquier contenido y elaboradas de espaldas a los electores.

Informaciones como las presentadas ayer debieran mover a todos los representantes del poder público a reflexionar acerca de la enajenación de la confianza popular y a la autoridad electoral a dejar de lado su habitual autocomplacencia para cuestionarse el papel que juega en la reproducción de esquemas de participación que generan un abismo entre gobernantes y gobernados.