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Mar de historias

No decir

A

dela se esfuerza por ensartar el hilo en la aguja. No puede lograrlo, se quita los lentes, los mira a contra luz y habla para sí: Hace más de tres años que no voy con el oculista, de seguro esta graduación ya no me sirve; tendría que cambiármelos, pero ahorita no porque han de estar carísimos.

Renato: –¿Qué es lo que está carísimo?

Adela: (sorprendida): –¡Me asustaste! No te oí llegar. Me refería a los lentes. Creo que necesito otros, pero no urge; puedo esperarme.

Renato: –¿A quedarte ciega? Imagínate…

Adela: –Todo lo exageras, por eso nunca te digo nada.

Renato: –Me preocupo, eso es todo. Mañana haces la cita con el oculista.

Adela: –Acuérdate de que hemos tenido muchos gastos y no podemos con otro.

Renato: –Puedo pedirle a mi hermana.

Adela: –Pero si no quiso prestarte para la computadora de Alberto, ¿crees que lo hará para mis lentes?

Renato: –No tengo que decirle para qué necesito el dinero.

Adela: –Ya ¡olvídalo!, después vemos… (Sonríe.) ¿Cómo te fue en el trabajo?

Renato: –Imagínate que pasamos toda la mañana en el curso de actualización.

Adela: –¿Otro? Pero si me dijiste que a principios de mes les habían dado uno.

Renato: –Pues sí, pero como hubo nuevos cambios en el sistema nos salieron con que teníamos que actualizarnos. ¿Y sabes qué es lo peor? Que al rato vuelven a cambiarlo todo y tendremos que dedicar horas a otro curso y después a otro, y así hasta no sé cuándo.

Adela: –¿Siquiera aprendiste algo útil?

Renato: –Sí, nada más que perdimos mucho tiempo y nos atrasamos, así que, por lo menos mañana y pasado, tendremos que permanecer en la oficina hasta la noche.

Adela: –¿Crees que paguen las horas extras?

Renato: –No, para nada: ya no están permitidas. Sé que no es justo, pero no puedo decirlo, no quiero que me suceda lo mismo que a Dávalos: fue a quejarse precisamente por eso y a los pocos días estaba fuera.

Adela: –Y tus compañeros, ¿qué dicen?

Renato: –¡Nada! Todos están igual que yo: con miedo a perder la chamba. Ahora sí que calladitos nos vemos más bonitos. (Se aleja para colgar su saco en el perchero.)

II

Renato: –¿Qué sabes de Alberto?

Adela: –Nada. No me ha llamado.

Renato: –Salió antes que yo. No sé qué tanto hace ese muchacho en la calle todo el santo día.

Adela: –Lo sabes muy bien: buscar trabajo.

Renato: –¿A estas horas? Casi son las siete.

Adela: –Es que iba a varias partes. Primero a un hotel del centro, porque están solicitando personal de mantenimiento, después a un restorán de la Nápoles donde urgen meseros y luego a la embotelladora donde trabaja tu hermano Nazario, porque él le dijo que allí están contratando choferes para los servicios foráneos.

Renato: –Con lo peligrosas que se han vuelto las carreteras. ¿Te imaginas lo angustiados que vamos a estar?

Adela: –No sé para qué te preocupas, ni siquiera sabemos si consiguió el trabajo.

Renato: –Mejor que no se lo den.

Adela: –A mí no me gustaría que se pasara otros dos años sin trabajo, y no ha sido por su culpa. Me consta que Alberto ha buscado por todas partes, pero no ha podido conseguir nada. No sabes lo feo que sentí el otro día que me dijo: Casi terminé la carrera de arquitecto y no logro tener una chamba ni siquiera como ayudante de payaso.

Renato: –Era broma, ¿no?

Adela: –Yo también lo creí, pero me dijo que hablaba en serio.

Renato: –¿Pero cómo se le ocurrió semejante barbaridad?

Adela: –Vio en el periódico que un payasito buscaba ayudante y lo llamó para ofrecerle sus servicios. El hombre, muy amable, le preguntó varias cosas, entre otras su edad. Cuando supo que Alberto tiene 22 años le salió con que ya era muy mayor para ser su ayudante.

Renato: –Y tú, ¿qué le dijiste?

Adela: –A veces es mejor no decir nada.

Renato: –Hay cosas que simplemente no entiendo: a mí, por pasar de los cuarenta, ya no me darían trabajo en ninguna parte, y a mi hijo, por tener 22, tampoco se lo dan. Si las cosas siguen así, el mundo se llenará de personas inservibles y acabaremos todos pegándonos un tiro.

Adela: –Por lo que más quieras, ni en broma vuelvas a decir eso, y menos delante de Alberto: es muy sensible, y con lo angustiado que está…

Renato: –Está bien, tranquila, no vuelvo a decir nada. Como siempre, tienes razón.

Adela: –Voy a calentar la comida, a lo mejor mientras llega Alberto. (Antes de irse a la cocina.) Oye, por lo que más quieras, no se te ocurra decirle a tu hijo que ya sabes lo del payaso, porque me suplicó que no te lo contara.

Renato: –¿Por qué? No tiene nada de malo; al contrario. Lo que me parece horrible es que un muchacho joven, con una carrera casi terminada, no logre obtener ni siquiera un trabajo de ayudante de payaso. Te confesaré algo: cuando lo veo desmoralizado siento un dolor inmenso y ganas de llorar. Para no hacerlo, bajo cualquier pretexto lo regaño. ¿Sabes por qué? Porque así puedo desahogarme, gritar; pero júrame que esto…

Adela: –No te preocupes: jamás se lo voy a decir.