Opinión
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Isocronías

Esa otra zona del silencio

L

a poesía, el lenguaje más altamente cargado de significación simbólica, no diría yo que surge del deseo, sino de la necesidad. El poeta no decide hacer un poema, dicho en general, poesía; no le queda de otra. Y no le queda de otra porque se ha quedado sin palabras. No dicen ya las palabras lo que decían, veamos si les hablo qué responderán. En el fondo de todo poema está la pregunta de qué querrán decir las palabras, lo que sólo un oído despierto, efectivamente atento, lúcido no obstante que inspirado, podrá no podemos decir que descifrar, quizá captar, al modo en que un radar capta señales. Poesía, lenguaje, el más altamente cargado de revelación, en cierto modo de resignación: algo se me ha dicho, algo se me ha descubierto, que cambia el signo de todo. Ya nada es signo, ya todo es símbolo. Lo he captado, por fin.

Durante muchos años, a lo largo y ancho del país, tanto en pláticas formales como informales, si estaba ante un artista o una persona ciertamente comprometida en procesos propios de la creatividad, de repente soltaba: –¿Desde cuándo y por qué te dedicas a lo que te dedicas? Bien puedo decir se reducen a: –De pronto el lenguaje en el que me venía expresando dejó de funcionar, me vi sin lenguaje y tuve que intentar, irremisiblemente, (con) uno nuevo, hacerme de un lenguaje del que antes carecía e ir poco a poco, en la medida que en efecto ese lenguaje realmente me expresaba, entendiéndolo, comprendiéndolo (en orden curiosamen-te inverso).

H. A. Murena, en La metáfora y lo sagrado decía (resumo): Cualquier humano llega en determinado momento a la zona en la que no hay respuestas, es aquella en la que el sentido que hasta entonces atribuíamos a nuestras vidas se derrumba. Cada cual tiene un particularísimo estilo para afrontar esa franja que causa vértigos; sin embargo, allí donde existiendo parece dejarse de existir, todos tienen una suerte de vago recuerdo, el recuerdo de cuando aún no se existía, orilla que en apariencia habíamos olvidado. Ése, el tiempo en que el frescamente consciente de su penúltima muerte, si en verdad consciente, se concede el dejar que los muertos entierren a sus muertos, que él a su trabajo: recomenzar, situarse antes del habla para poder hablar, lo que sólo si se desiste de mirar atrás, y no sin invención e imaginación (convergen más que difieren) ni (menos) sin –en el lenguaje, aun ausente– inescrutable fe.