Opinión
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De la salud y la necedad
E

l discurso, el tono y los contenidos que tienen las mañaneras, pueden llevarlas a volverse fuente de encono, incertidumbre y desazón. Para todos, fieles y agnósticos, conservadores y liberales, masones y librepensadores.

De regarse todo esto como la pólvora, no habrá manera alguna de evitar que miles de embozados bajo las redes sociales caminen a sus anchas en medio de caracteres regados sin asumir la responsabilidad de sus acciones. De benditas, las susodichas redes pasarán a ser vistas como maldición. Pero así es y será el veleidoso tema de la comunicación política, especialmente cuando se trata del poder y sus usos… y abusos.

Sin piso que las sostenga, porque la economía no da señas claras de reactivación, las finanzas públicas no se verán multiplicadas como panes, dada su estrecha dependencia del desempeño de la actividad económica. Pese la abundante evidencia a este respecto, el Presidente reitera su convicción de que la economía va bien y, además, mantiene su intrigante ofensiva verbal contra el complejo universo humano que se congrega en torno al tema y problemática de la salud.

De lo verbal, de por sí preocupante, pasó el gobierno a los hechos al despedir al doctor Celis, eminente neurólogo y director del Instituto de Neurología y Neurocirugía, sin que se hayan ofrecido explicaciones satisfactorias. Con la salud no se juega, hay que repetirlo incesantemente, pero tampoco con quienes tienen a su cargo el conocimiento y la prevención; entiendo que Celis encabezaba un contingente avanzado y probado en ello.

La medicina pública, ámbito por excelencia donde tendría que cumplirse el mandato constitucional del derecho a la salud, ha sido el principal receptáculo del embate presidencial. En especial, médicos practicantes y directivos de clínicas y hospitales, a quienes se les señala, genéricamente, como responsables del desabasto en fármacos o de fallas en la atención de niños y adultos. Padres y madres de niños con cáncer y mujeres con cáncer de mama se encargan, en plena calle, de escenificar un rotundo mentís al dicho oficial y algunos han anunciado que buscarán apoyo internacional para su reclamo. No son malquerientes del nuevo gobierno, menos descarriados del pueblo bueno.

Sigue en el misterio saber porqué opta el Presidente por esa forma de actuar, pero lo grave es que la pandemia ha estallado y llegará, no por conjuro reaccionario ni conservador, sino por la ley más dura e inclemente de la vida. Lo que se pondrá en juego entonces será nuestra fortaleza y capacidad.

No se trata sólo de apuntar a la delicada cuestión del cambio institucional en el sistema, abordado atropelladamente por expertos, comentaristas y por el propio Presidente, quien sin matices resume todo en el vocablo corrupción.

Hace mucho que se advirtió sobre descuidos y abusos por parte de gobiernos locales, en especial en el corrosivo caso de las compras de medicamentos y su distribución en clínicas y hospitales. Recuerdo un agudo reporte publicado por la Academia Mexicana de Medicina, pero también una serie de ensayos y estudios que deberían haber llevado a los defensores del Seguro Popular a una revisión a fondo del esquema. No ocurrió así. No era algo atribuible al Seguro per se, sino al contexto institucional y político donde hubo de inscribirse dicha opción, ideada para cumplir eficientemente con el mandato constitucional.

Previamente, se descentralizó el sistema, y lo hicieron con seriedad y eficacia Juan Ramón de la Fuente y sus colaboradores en la Secretaría de Salud (Ssa) a fines del siglo 20. Se consideraba que ese delicado paso era indispensable para avanzar en el cumplimiento del referido mandato. Sin embargo, ese proceso no podía ser capaz de subsanar las fallas mayores, no sólo del sistema sanitario, que sin duda las tenía, sino del sistema político que acusaba serios déficits en materia de representación ciudadana, control y monitoreo del sector público en los niveles locales, estatales y municipales, en este caso el de la salud y la capacidad de corrección a tiempo de errores. Así se erigió un espacio público sin instituciones adecuadas ni destrezas para una gestión responsable; una tierra de nadie donde hicieron su agosto poderes de diversa talla y peso.

La Ssa, señalada como rectora de ese continente, poco pudo hacer para enfrentar esos abusos, sobre todo en un momento de cambio político en el orden federal y el local. Ahora, como una maldición, otra vez se pretende tirar al niño con el agua sucia de la bañera y se opta por reducir el complejo asunto de la salud y su atención universal a denunciar la corrupción o la arbitrariedad presidencial, pero no a concebir y diseñar una política de salud genuinamente de Estado, transversal, que trascienda –aunque por supuesto implica– la atención de la salud y el acceso a la misma, y que se plantea como un componente principal, una meta central del objetivo de construir una sociedad más justa.

Si se recuerdan las muchas escaramuzas a que dio lugar la inopinada cuanto apresurada decisión del Presidente para acabar con el Seguro Popular e inaugurar el Insabi, se concordará en que la cuestión central no resuelta del tema prácticamente no fue mencionada. Me refiero al estado real de la salud de los mexicanos y, desde luego, al sistema responsable de cuidarla, prevenir la enfermedad y contender con los males mayores para curar, confortar y evitar que los más vulnerables caigan en gastos catastróficos que los lleven, junto con sus familias, a la ruina económica.

Ésta es, por desgracia, la cuestión central, crucial, que articula el drama de la salud mexicana. El tumulto verbal coadyuvó a que se le soslayara, desde el poder público, pero también desde la frontera de la crítica o la oposición. Por eso, entre otras razones, es que no podemos presumir de vivir en una sociedad sana. Está enferma y sin necesidad de que el coronavirus la contagie.