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Leal de La Habana
E

s verdadera la leyenda de cómo se salvó la única calle de adoquines de madera que tiene Cuba. Eusebio Leal, historiador de la ciudad de La Habana, la confirmó en una entrevista, mucho después que anduviera de boca en boca y formara parte de los comentarios que los habaneros hacen admirados, y que los guías turísticos mejor informados relatan, cuando se detienen frente al Palacio de los Capitanes Generales, antigua casa de gobierno.

A fines de la década de los 70, cuando Leal dirigía las obras de restauración del palacio, cierto burócrata consideró que se debía asfaltar la cuadra de la calle Tacón de La Habana Vieja, la única que se conservaría desde tiempos de la colonia con ladrillos de jiquí, una madera más resistente que el hierro y capaz de desafiar la humedad del agua de mar y el salitre, como pilote de los muelles. El apuro se debía a la inminente visita de la ministra de Cultura de la Unión Soviética, que se reuniría con funcionarios en el edificio contiguo.

Cuando llegaron los obreros con sus palas mecánicas y su camión de grava, un hombre permanecía acostado en cruz sobre la vía. Decidido a no permitir que se pavimentara, gritaba: ¡Sobre mi cadáver! Era Eusebio Leal. Otro funcionario de mayor jerarquía y sensibilidad que el tecnócrata del asfalto, salvó a Leal de la lapidación y a cientos de edificios, calles, parques y fortalezas que, sin él y sin sus amotinamientos, quizás ya no existirían.

Desde antes de que lo nombraran historiador de la ciudad de La Habana, Eusebio Leal defendía la complejidad del organismo urbano, con sus procesos de crecimiento que tienen el vigor y la fragilidad de los árboles, cuyas alteraciones artificiosas de podas o injertos deben hacerse con el conocimiento y la cautela de un jardinero. Partidario de la ciudad densa, imprevisible y heterogénea, que mezcla construcciones viejas y nuevas, vecinos y recién llegados, niños que juegan y perros que ladran, vehículos y peatones en una coreografía urbana permanentemente renovada, él y sus colaboradores enfrentaron la ortodoxia del urban renewal, que también tuvo sus entusiastas en la Cuba socialista y que acabó con buena parte de las ciudades coloniales latinoamericanas, por la demolición de barrios envejecidos para remplazarlos con torres, bloques de hormigón y autopistas.

En el prólogo a la redición de La ciudad de las columnas, el ensayo que el escritor Alejo Carpentier le dedicó a La Habana, Leal afirma que Carpentier fue capaz de llevar a ese texto las inquietantes sensaciones de estar inmerso en el gozo generoso y extraño de los más recónditos rincones habaneros. Lo mismo se podría decir del historiador de La Habana, con la diferencia de que esos rincones existen, pueden tocarse, no son sólo emoción y memoria de los que los conocieron.

A la Oficina del Historiador, a Fidel Castro que apoyó que el gobierno otorgara a las obras del centro histórico un régimen económico especial que permitió invertir sus ingresos en el rescate del patrimonio y el desarrollo de una red comunitaria, le deben los habaneros el hábito de pasar los domingos y las vacaciones escolares en La Habana Vieja. El lujo de muchas familias, sin modos de pagar los altos precios del turismo, ha sido llevar a sus hijos a caminar por esas calles que miran al puerto, jugar con las palomas de la Plaza de San Francisco de Asís, asistir a exposiciones, conciertos y teatros callejeros, y luego terminar en la Casa del Chocolate, al alcance de todos los bolsillos.

Este 16 de noviembre La Habana cumplió 500 años de fundada en torno a una ceiba, bajo la cual se ofició la primera misa. En las decenas de homenajes que se le han rendido a la ciudad por estos días, se ha recordado a Eusebio como alma salvadora del centro histórico. No fue una, sino varias las veces que gritó ¡Sobre mi cadáver!, pero más las que fue escuchado y acompañado sin mayores contradicciones. Jamás intentó convertir la ciudad intramuros en un museo –otra tentación del urban renewal–, sino en un lugar entrañable histórica y arquitectónicamente hablando, que ha dado trabajo a más de 14 mil personas y vivienda a 11 mil familias. Es que no era posible una restauración material, de la forma, si no se abordaba el contenido, es decir la cuestión social, ha dicho el historiador de La Habana.

Si el cine hubiera existido entonces, si los antiguos cronistas hubieran sido camarógrafos, si los mil y un cambios que ha conocido a lo largo de los siglos se hubieran grabado, entonces pudiéramos haber visto esta ciudad a través del tiempo moverse como si estuviese viva, como esas flores que la televisión nos muestra, que se abren en unos pocos segundos, desde el botón aún cerrado hasta el esplendor final de las formas y colores. Así imaginó José Saramago a Lisboa en El Cuaderno (2009) y una fantasía similar merecería también La Habana, siempre que salga Leal en el último plano. Sin él, la vieja ciudad sería otra, o ninguna.