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No más oportunidades
A

fuerza de repetición se ha normalizado la idea de que uno de los deberes del gobierno es brindar oportunidades a distintos grupos de población: trabajo a los desempleados, estudio a los jóvenes, salud a los enfermos, reinserción a los infractores, dinero a las organizaciones sin fines de lucro que se mueren de ganas de ayudar al prójimo pero cuyas finanzas propias son insuficientes dada la enormidad de la tarea.

Oportunidad es una circunstancia propicia para lograr algo. Se trata de una condición temporal, de una ventana de tiempo que se abre por un momento y que hay que aprovechar; si se deja pasar o se desperdicia, la persona favorecida ha de cargar con la responsabilidad del fracaso o al menos de la no consecución del objetivo. Por lo demás, la oportunidad suele asociarse con la suerte, con el azar o con una buena alineación de los planetas, o bien con una gracia discrecional: le daremos la oportunidad. La cualidad de oportuno hace referencia a lo adecuado y a lo conveniente, pero no conlleva sentido alguno de obligación; en contraposición, inoportuno es lo que, sin llegar a ser delito, carece de sintonía con las circunstancias.

En el periodo neoliberal el discurso oficial se plagó de oportunidades. La autoridad reivindicaba su creación como un objetivo, cuando hablaba a futuro, o como un enorme mérito propio, cuando hablaba en pasado. La manía de las oportunidades, que fue elevada a rango de programa social de Estado, armonizaba con la abdicación progresiva y generalizada del gobierno a sus responsabilidades constitucionales para con la población.

Una de las consecuencias de esa renuncia –lo público no sólo fue minimizado en bienes, sino también en obligaciones y potestades– fue la proliferación de la asistencia privada, hija de la beneficencia y nieta de la caridad. Conforme las políticas económicas en curso incrementaban las porciones de gente en situación precaria y reducían la calidad y la cantidad de los servicios públicos, innumerables emprendedores de la generosidad encontraron la manera de poner changarros de toda suerte y giro para asistir a los necesitados y de paso para ejercer la generosidad con ellos mismos, ya fuera por medio de la evasión fiscal o por la conversión de lo recaudado en salarios geniales para sus directivos. Al lado de los colectivos honestos y comprometidos surgieron numerosas organizaciones no gubernamentales que en realidad vivían mayoritariamente o en su totalidad de subsidios, de la venta de toda suerte de servicios al gobierno o de ambas cosas. La imitación del modelo estadunidense de fundaciones privadas que se hacen cargo de todo aquello que la autoridad descuida, desde alimentación hasta cultura, se convirtió en una simulación, porque aquí una buena parte de esas organizaciones no puede subsistir únicamente con las donaciones privadas.

Por otra parte, el grupo gobernante procedió a establecer mecanismos sectoriales, focalizados e incluso individualizados de entrega de beneficios, casi siempre condicionada a que los beneficiarios entregaran su voto al partido del benefactor. Más allá de semejante política social, los gobiernos neoliberales colgaron la etiqueta de oportunidad, en singular o en plural, a los ámbitos de salud, educación, trabajo, vivienda y fomento agrícola, entre otros. Ellos se empeñaban en la creación de oportunidades.

Es necesario desterrar ese término del discurso oficial y del ánimo social. Las instituciones no están para hacer sorteos de becas, regalos o subsidios sino para garantizar derechos, y la ciudadanía debe ejercerlos porque han costado vidas y luchas y están consagrados en la Constitución: la alimentación, el trabajo, la educación, la salud, la cultura, el deporte, el ambiente saludable, la seguridad, la información y la libre expresión no deben ser vistos nunca más como oportunidades sino como derechos, es decir, como aptitudes permanentes e irrenunciables consagradas en la ley y que el Estado tiene obligación de hacer efectivas y viables. Considerar la salud, la alimentación, el trabajo o la educación como asuntos que se pueden conseguir mediante oportunidades –temporalidades propicias, premios de rifa, ofertones, favores discrecionales o alineación de los astros– es una perversidad emblemática del neoliberalismo, acorde con la jungla social a la que se quiso reducir al país durante 36 años.

–¿Oportunidades? No, gracias. Quiero mis derechos.

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