Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 7 de junio de 2015 Num: 1057

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Andrés Bello, la
sabiduría y la lengua

Leandro Arellano

La neomexicanidad en
los laberintos urbanos

Miguel Ángel Adame Cerón

Un poema
Jenny Haukio

Sobre los librotes
José María Espinasa

Contra las violencias
Fabrizio Lorusso

Günter Grass: historia,
leyenda y realidad

Lorel Manzano

Carrington y
Poniatowska:
encuentro en Liverpool

Ánxela Romero-Astvaldsson

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Gustavo Ogarrio
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Verónica Murguía

La edad de la razón

Sinceramente, no sé por qué se ha decidido que los dieciocho años marcan el final de la adolescencia y el comienzo de la madurez. Sí termina la edad del pavo, pero ¿madurez? ¿Seguro? Los dieciocho señalan, sí, según la ciencia médica y los recuerdos de la humanidad, el momento de esplendor máximo del cuerpo. A esa edad hasta los feos están lindos. O por lo menos, nuevos.

Según la ley, el joven adulto ya puede votar, emborracharse, ir a la guerra, comprar cigarros y ver cine en el que los protagonistas estén encuerados. Pero lo de la madurez es otra cosa.

A los dieciocho, lo recuerdo claramente, uno cree que puede con todo. Que entiende lo que lo rodea, que se conoce a sí mismo. Ja. No nos dábamos cuenta de que el cristal por el que mirábamos estaba empañado por nuestra propia respiración anhelante.

A los dieciocho, la muerte es una idea abstracta. Un estado temporal. El amor, el mundo, los oficios (pocos saben a esa edad lo que realmente quieren hacer en la vida), todo espera ser conquistado. Si uno es gringo, israelí, ruso, congolés, checheno o de algún lugar problemático o beligerante, se enrola, se va a la guerra, aniquila a otros, se destruye a sí mismo y regresa hecho pedazos a que le pongan reparos a la hora de darle el cheque de invalidez. O de plano, no regresa porque no hay a dónde. En México, un país sin educación, problemático y envenenado por el odio desde Tijuana a Tapachula, hay ejércitos tan siniestros y crueles como el que más, que reclutan a jóvenes que ignoran lo esencial, que tienen la capacidad empática de un sillón. El muchacho se deja llevar por la adrenalina y la testosterona. Es bien macho, es valiente, es el más loco. No le da miedo nada. Y miren nomás.

Mientras, la chica, saturada por el estrógeno, se enamora. No se pone muy exigente. Quiere un bebé. No lee el periódico, le cree a las letras de las canciones, a la tele. No ha terminado la escuela. Intuye que sería mejor planear un poco la cosa, pero concluye que un bebé es una pica en Flandes, un pie (diminuto) en el futuro, esa conjugación improbable. Sueña con el chico, con el bebé, con el amor. Y se embaraza. Según la ocde, en 2013 México era el país con más embarazos adolescentes de América Latina.

Si esa es la edad de la razón, yo soy Sócrates.

Por supuesto, cuando uno está como estamos mis amigos y yo ahora, pagando médicos varios y comprobando el paso del tiempo con un leve horror ante el espejo, la memoria –que, además, ya no es lo que era– nos engaña. La tercera ley de la termodinámica avanza implacable. Vemos nuestras fotos de jóvenes, la intensidad en la mirada, la expresión abierta, la delgadez, el ceño limpio y creemos recordar que éramos felices. Pero la tempestad de hormonas en la que naufragábamos cotidianamente era algo terrorífico y cuando mirábamos esas mismas imágenes, estas mismas fotos, nos chocaban. Claro que uno no tenía el pelo canoso, ni la nariz se había alargado sin aviso mientras la vista se acortaba, el rabo se ensanchaba y el ceño se convertía en un hashtag. Sí, como dice mi amigo a., “teníamos país” y eso colorea el hoy de negro y el ayer de rosa.

Yo, además, padezco una especie de locura que hace que mi idea de mí misma se haya detenido en los treinta y cinco. Claro, ya no me parezco. Pero se me olvida. La cara de los treinta y cinco es la cara que viene a mi mente cuando pienso en mí.

Así, cada mañana, ante el espejo, me desconcierto, retrocedo. Compruebo que si no me pinto el pelo a tiempo, me convierto en Pepe Le Fou, el zorrillo enamorado. Me examino las patas de gallo. Están tremendas. ¿Qué demonios pasó? Le doy rodeos al espejo de cuerpo entero, porque ahí la cosa se pone peor. ¡Qué cabús! El cuerpo del Pato Lucas. La cara del Pato Lucas. El alma del Pato Lucas. Me convertí en el Pato. ¿Qué hago? No importa. Bueno, no tanto.

Sospecho, porque a esta edad dudo más que nunca, que entiendo mejor de qué va. Que la violencia no es la respuesta, ni la solución en casi ningún caso. Que el sexo está sobrevalorado (increíble, ¿verdad?). Que la salud no es algo que se vaya y regrese: luego se va y no vuelve, caray. Que el amor tiene más caras que las que muestran las telenovelas, los anuncios, cierto cine, las canciones pop. Que la amistad es lo máximo. Que debí estudiar Medicina. Que hay que pensar antes de hablar y escribir.  Y ni modo, que ya no se puede usar camiseta talla CH porque se sale la lonja del Pato.