Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 7 de junio de 2015 Num: 1057

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Andrés Bello, la
sabiduría y la lengua

Leandro Arellano

La neomexicanidad en
los laberintos urbanos

Miguel Ángel Adame Cerón

Un poema
Jenny Haukio

Sobre los librotes
José María Espinasa

Contra las violencias
Fabrizio Lorusso

Günter Grass: historia,
leyenda y realidad

Lorel Manzano

Carrington y
Poniatowska:
encuentro en Liverpool

Ánxela Romero-Astvaldsson

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
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Galería
Gustavo Ogarrio
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Gustavo Ogarrio

Mad Max: apogeo y caída de
un héroe postápocalíptico

Para mi primo Javier y para Alejandro El Carranclán,
cómplices de esa adultez ficticia en el Jalisco

En la penumbra de un desvencijado cine Jalisco, bajo el avasallamiento alegre de la humedad, el olor a orines concentrados y la espectacularidad de un programa que anuncia en su marquesina la “permanencia voluntaria” de las dos primeras películas de lo que será la trilogía de Mad Max, la silueta del guerrero de la carretera se abisma en la turbulenta atmosfera postapocalíptica. Después de que el joven Max es “apaleado y derrotado” en la primera película y de que su propia venganza lo despoja también de la condición inicial de “hombre normal”, comienza Mad Max II (1981) ante un público mayoritariamente de infantes que esa tarde serán adultos ficticios.

Debe ser el año de 1982 y el Estado benefactor todavía es un largo susurro revolucionario que está por liquidar las leyes de su encantamiento despótico. Desde la satíricamente atroz Naranja mecánica (1971), de Stanley Kubrick, hasta el futurismo impecable de Blade Runner (1982), de Ridley Scott, las ficciones distópicas que se proyectan en el “Tercer Mundo” dan la sensación de que ponen al día cierta avidez modernizadora en materia de cine de culto. Mad Max, apoyado en su bastón bajo las nubes amenazantes, es el punto de partida para la configuración legendaria del personaje que interpreta un imberbe Mel Gibson.

El zumbido desolador del viento en la tierra baldía y una voz sepulcral en off que se refiere a la leyenda cuasimítica del viejo Max: “Mi vida se apaga, la vista disminuye… Lo único que queda es la memoria… lo que mejor recuerdo es al Guerrero de la Carretera… ”. Un narrador que agoniza y evoca un “tiempo de caos” hace también una síntesis de la devastación bipolar (EU-URSS) y nuclear, la Guerra fría interpretada desde las consecuencias ficticias de la tercera guerra mundial, la fantasía totalitaria de la destrucción de la sociedad occidental murmura a su manera el fin del humanismo moderno: “Por razones ya olvidadas, dos tribus de guerreros lucharon y provocaron un incendio que acabó con todos.” El hombre legendario, al que el narrador llama Max, va a ser el centro de la evocación cuasi-épica de la batalla por la gasolina después del apocalipsis nuclear en el desierto australiano. Lo que sigue es el vértigo de la guerra tribal en la carretera entre una pandilla exterminadora –con perfil mohwak-punk– y “civiles” que huyen del acoso a su refinería.

Al final sabremos que el niño salvaje del boomerang –The Feral Kid–, futuro líder de los civiles que se convertirán en la Gran Tribu del Norte, es el narrador que le ha dado sentido evocativo y legendario a la figura de un Mad Max que se pierde otra vez en las tinieblas del desierto postnuclear. La ambigüedad de Max es quizá uno de los rasgos que le da cierta apariencia trágica a la segunda película: ni bueno ni malo, nunca sabremos del todo si fue el guerrero de la carretera por solidaridad heroica con la futura Gran Tribu del Norte o por conveniencia cínica con su propia sobrevivencia.

En 2015, viejos e inmensos cines, como lo fue el Jalisco Ciudad de México, ya son templos de lujo de profetas brasileños que predican la religión del “Pare de Sufrir”: místicos de la crisis en tiempos de neoliberalismo intensivo. El remake de Mad Max (con el subtítulo Fury Road) es presentado por su director original, George Miller, y se estrena en mayo de 2015, en pleno éxtasis de la impunidad política, preelectoral en México.

Inmediatamente se advierte la “estética” cinematográfica puesta al día en materia de la actual semiótica del consumo “políticamente correcto”: Mad Max cede su protagonismo de leyenda post-apocalíptica al personaje de Furiosa (Charlize Theron); junto a cinco “Evas” (vientres digamos  “orgánicos”, figuras del cansado mito de la fecundidad femenina y “estilizadas” al máximo como modelos contemporáneas) buscarán, en batalla contra el ejército postpunk de los War Boys, la imposible Tierra Verde. Esta versión toma como punto de partida la segunda película de la trilogía anterior y es más bien el desierto, disminuido en su condición postnuclear, el territorio de las batallas que se va a “recobrar” para montar una ficción despojada también de sus anteriores rasgos cuasiépicos.

La tecnología digital del remake de Mad Max deslumbra al espectador ingenuo, mientras el nuevo Max (Tom Hardy) romantiza, casi grotescamente, su heroísmo sin leyenda en la multitud sedienta en la cual se va a perder al final de la película. Se podría decir que el anterior Mad Max es borrado por su propio director y creador, George Miller, para que se imponga el reino de una seudoestética de batallas sobreestilizadas por la tecnología de alta definición (“más de 2 mil tomas creadas por computadora”), hiperreales, que ya no aceptan a los viejos y anacrónicos héroes postapocalípticos, hijos ideológicos de una lectura tribal de la Guerra fría y que antes también sucumbieron en las tinieblas de los cines colosales de aquel lejano “Tercer Mundo”.