Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 7 de junio de 2015 Num: 1057

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Andrés Bello, la
sabiduría y la lengua

Leandro Arellano

La neomexicanidad en
los laberintos urbanos

Miguel Ángel Adame Cerón

Un poema
Jenny Haukio

Sobre los librotes
José María Espinasa

Contra las violencias
Fabrizio Lorusso

Günter Grass: historia,
leyenda y realidad

Lorel Manzano

Carrington y
Poniatowska:
encuentro en Liverpool

Ánxela Romero-Astvaldsson

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Gustavo Ogarrio
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
@JornadaSemanal
La Jornada Semanal

 


Las de casa y las de afuera

Fabrizio Lorusso

¿Tiene México una sociedad violenta? Muchos dirían que sí. Pero ¿por qué? ¿A qué nos referimos con esa expresión? Cada uno de nosotros, de alguna manera, actúa o ha actuado violentamente, o sea, “fuera de su natural estado, situación o modo”, o bien, “con ímpetu y fuerza”, según enuncia la RAE.

Una definición no nos dice mucho mientras no la aterricemos en un contexto cultural, conjugándola en situaciones concretas. Lo que es “normal” o “natural” en un momento y lugar determinados depende de lo que la sociedad y la cultura proyectan, de lo que el sentir común interpreta como “normal”.

Por ejemplo, atrocidades como la esclavitud y el derecho de pernada, o ius primae noctis, fueron algo natural durante siglos. La ablación del clítoris, muy practicada en África oriental y subsahariana, o la cultura machista, omnipresente en la vida pública y privada, todavía siguen teniendo un arraigo enorme. Arraigo es tradición, aceptación por parte de la sociedad, pese a las oposiciones que la recorren y tratan de engendrar cambios.

Ejercemos y padecemos la violencia; a veces la admiramos como modelo de vida. Su reproducción colectiva crea un entorno humano y social en el cual las interacciones, el “intercambio de fronteras”, se realiza de manera intrusiva, irrespetuosa, poco íntima o empática.

Lo peor es que, aunque así se haya justificado, no se trata de “costumbres”, “hábitos” e “instintos”, de “descontrol”, “provocaciones” y “justas reacciones”, sino son nuestras decisiones las que nos llevan a ser violentos. Siempre elegimos cometer violencia, no es que se dé o sea inevitable, al contrario.

Otro problema concreto es que la normalización de la violencia se cristaliza, su lenguaje se vuelve una lengua franca, una forma mental y de relación común. Empezamos a no darnos cuenta nítidamente de si una acción, una frase, un pensamiento, una colusión u omisión pueden ser violentas, mientras que, en cambio, el primer paso para avanzar sería comprender cómo somos y cuándo decidimos cometer actos que violentan al otro. Después de reconocer esos actos hace falta controlarlos, procesarlos, transformarlos. Sin embargo, parece más fácil apostar por actitudes cínicas, negando o minimizando comportamientos, culpando a los demás o, de plano, coludiéndonos con nosotros mismos o con otras personas.

Si el nivel de lo “natural”, el umbral de la tolerancia, se eleva, si la insensibilidad se generaliza y, de paso, crece la indiferencia o, incluso, se refuerzan deliberadamente ciertos comportamientos, entonces el mal se hace epidémico. La campaña belicista y la retórica militarista del exmandatario Felipe Calderón, en su afán por difundir el miedo según la “doctrina del shock” aplicada a la política de seguridad, es un ejemplo clamoroso.

Desde una perspectiva de género, sin duda los hombres, por distintas y enraizadas razones sociales, culturales, económicas e históricas, tendemos a distinguirnos, por cantidad e intensidad, en el ejercicio de todo tipo de violencia ya normalizada.

Esto se da no sólo a nivel “macro”, con la inseguridad y la crudeza de la narcoguerra, con el Estado ausente o connivente, con la hegemonía y mediatización del hampa, con la corrupción, la reiteración de las violaciones a derechos humanos y de la represión, sino también, y quizás mucho más, a nivel “micro”.

Más de 100 mil muertos y 30 mil desaparecidos en pocos años pesan mucho, desde luego. Su impacto en la realidad y en las percepciones es desolador, pero las estadísticas de la muerte vienen acompañadas de una cotidianidad compuesta por fragmentos de violencia que se agregan en una nebulosa preocupante. Los videos virales en las redes en donde hombres de poder como los diputeibols, el alcalde de San Blas, Hilario Ramírez Villanueva, y la Original Banda el Limón, humillan a mujeres, sólo son la punta del iceberg.

La pertenencia a ese conjunto imaginado y amplio que es “la sociedad” se vuelve tangible y personal, al materializarse en vínculos, redes, afectos, amores. En el día a día, tenemos intercambios con vecinos, familiares, parejas, amigos y muchos desconocidos. También hay conflictos y diferencias que no queremos o no sabemos solucionar fuera de parámetros violentos. Siempre hay un intercambio de fronteras, ya sean verbales, físicas o emocionales, lo cual implica la posibilidad de romperlas, invadirlas, modificarlas: eso es normal, pero quebrarlas con violencia no debería serlo. Las alternativas existen, pero no se quieren ver o no se aplican.

Es por eso que existen organizaciones como Gendes (Género y Desarrollo, AC), AMEGH (Academia Mexicana de Estudios de Género de los Hombres), alianzas internacionales, como Men-Engage, y grupos que trabajan masculinidades, que promueven la equidad de género y analizan las violencias para que no se repita el patrón aprehendido de reiteración-justificación basado en códigos culturales machistas. Gracias a modelos teóricos y talleres es posible reconocer el momento de “frustración fatal” en que se toma la decisión de ejercer alguna violencia, ya sea de tipo emocional, verbal, físico, económico o sexual.

Elegir ser violento cuando no se reciben “los servicios” deseados de otra persona, por ejemplo de una pareja o un hijo, o cuando “no nos dan la razón”, implica negar nuestro Yo Real y convertirnos, en cambio, en un personaje que pretende gozar de autoridad, control y dominio: el superior, el sabio, el chingón, el protector, el fuerte y similares.

Al no ser reconocida esta presunta autoridad, elegimos resolver por las malas la situación de tensión, ya se trate de una discusión, una fricción o una pelea. De pronto nos convertimos en víctimas, ahora interpretando a otro personaje externo a nuestro Yo Real: el incomprendido, el despreciado, el silenciado y un sinfín de roles que nos atribuimos cuando no podemos prevalecer o cuando tratamos de hacerlo violentamente. Encarar el problema “macro” de la violencia social y machista puede iniciar, entonces, por el nivel “micro” de los individuos y de las relaciones cercanas, para fomentar un cambio cultural general.