Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 15 de marzo de 2015 Num: 1045

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Los vajilleros
desaparecidos

Agustín Escobar Ledesma

Ritos expiatorios y
consenso social en
la postmodernidad

Michel Maffesoli

Ajedrez en la Plaza
de Santo Domingo

Christopher García Vega

Blanca Varela y
Guillermo Fernández

Marco Antonio Campos

Olvidar para aprender
Manuel Martínez Morales

Charlie Hebdo, la libre
expresión y la ética

Didier Fassin

En contra de la
irresponsabilidad

Annunziata Rossi

El Nuevo año
José María Espinasa

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
@JornadaSemanal
La Jornada Semanal

 


Las principales capitales europeas se sumaron a Francia en un minuto de silencio en memoria de las personas asesinadas en el ataque terrorista a la revista satírica francesa Charlie Hebdo. Foto: Notimex/Especial/Cor/Hum/Francia15

Michel Maffesoli

La decadencia de una civilización es siempre el signo de un renacimiento

Através de una expresión un tanto abstrusa, “ritos expiatorios”, Durkheim recordaba la necesidad que experimenta cada sociedad de llorar unida. Se trata de un acto que reconforta al cuerpo social. Las emociones compartidas sirven, regularmente, para cimentar el sentimiento de pertenencia.

Los pretextos varían: competiciones deportivas, catástrofes naturales, hechos sangrientos (mundial de futbol, tsunami, muerte accidental de una princesa inglesa…). El resultado, en cambio, es invariable: recordarle al animal político que “estar con” forma parte de su esencia, incluso si la vida social, como veremos, atraviesa una profunda mutación.

He ahí lo que debemos retener en el pensamiento para apreciar, con lucidez, las inmensas y espontáneas reacciones populares al delirio asesino que ensangrentó a Francia en los últimos días (masacre contra Charlie Hebdo, asesinato en Montrouge y, en el Hyper Cacher de la Porte de Vincennes, eliminación de los terroristas…).

Esta lucidez requiere, por una parte, omitir la ignorante ligereza de la mayoría de los observadores sociales, aquellos que se contentan con decir unas cuantas fórmulas mágicas, palabras pronunciadas en nombre de una verdad abstracta; palabras, al fin y al cabo, completamente separadas de la experiencia vivida. Por otra parte, es preciso reconocer la dificultad de pensar. Es por eso que la mayoría de esos observadores prefiere juzgar. De ahí los discursos moralistas que nos hastían: words, words, words…

“Ritos expiatorios”: causa y efecto de comuniones fundadoras. Pero también de un trabajo de duelo que recuerda, en estos tiempos de aflicción en que dominan “temor y temblor”, que la decadencia de una civilización es siempre el signo de un Renacimiento. Nada está terminado, todo cambia. Este trabajo de duelo, por supuesto inconsciente, entierra algunas figuras caducas de un mundo obsoleto y señala, como decía con justeza Rousseau, que el “fanatismo ateo y el fanatismo devoto se encuentran en su común intolerancia” (Confessions, Partie II, livre 11). Habrá lugar para deplorar legítimamente a ciertas figuras de Saint-Germain-des-Près. También podremos asistir al intento de hacer una utilización política de los hechos. Todo lo cual está en el orden de las cosas.

Pero lo esencial de las conmociones emocionales es la presencia de una mutación de fondo, de una metamorfosis social que, cada tres o cuatro siglos, remueve profundamente los cimientos del vivir juntos. Lo emocional, nunca se dirá lo suficiente, es mucho más que una característica psicológica: es un ambiente en el cual todos y cada uno estamos inmersos, lo cual contradice a los charlatanes oficiales que se atreven a hablar, todavía, de nuestras supuestas sociedades individualistas.

En efecto, sin que esto sea consciente y muchos menos verbalizado, en su espontaneidad, más allá o más acá de las utilizaciones políticas o moralizantes, las efervescencias emocionales traducen el hecho de que el “consenso” social está tomando otra forma. Esto corresponde a su sentido estricto: “consensus”, “compartir los sentimientos”, regreso de las pasiones comunes y de los fantasmas, fantasías y fantasmagorías colectivas. Es esto lo que deslegitima por igual al fanatismo ateo y al fanatismo religioso.

El dogmatismo laicista

¿Acaso no se dice que la modernidad se inaugura con el fin de los ángeles y de los demonios? Pero helos aquí de nuevo, para lo mejor y para lo peor, en nuestra naciente postmodernidad. Estamos ante el regreso de lo religioso, o mejor, de la religiosidad difusa.

Ciertamente, podemos continuar rasgándonos las vestiduras y gritando ¡laicidad, laicidad, laicidad! Pero esta exclamación no es más que la expresión de un simple y llano “laicismo”, es decir, lo contrario de la laicidad. Es, pues, una especie de antifrase. Recordemos que en la Edad Media los hermanos “lais” (hermanos conversos en los monasterios) no eran, precisamente, sacerdotes.

Es en cambio, el espíritu sacerdotal, el dogmatismo, el que prevalece en la intolerancia “laicista” de los biempensantes. Por lo tanto, en lugar de entonar los fervientes refranes de este laicismo a la vez tonto y resuelto, aplicado a denigrar lo que está ahí, es necesario integrar, ritualizar, “homeopatizar” este nuevo espíritu del tiempo que se fundamenta en lo religioso. Otro ciclo empieza; uno que, más allá del “espíritu sacerdotal” propio de los “fanatismos ateos”, devuelve sus cartas de nobleza a lo cualitativo. Comienza un ciclo atento al precio de las cosas sin precio, al símbolo; en una palabra, a lo que Régis Debray llama lo “sacral”.

Aceptación vs. reducción

Lo mismo sucede con estos “ritos expiatorios” y con los diversos trabajos de duelo que recuerdan que no podemos seguir hablando eternamente de la República Una e Indivisible, ni sobre sus valores sempiternos. La res publica está tomando una forma nueva: la del mosaico que garantiza la cohesión de comunidades diversas. Ya no la reducción del otro al mismo, sino la aceptación del otro en cuanto tal, como fuente de una innegable riqueza.

Por eso las quejas contra el “comunitarismo” y otros lamentos por el estilo lucen inconvenientes ante la emergencia de un ideal comunitario que, de hecho, constituye la vida de las sociedades postmodernas. En el fondo, el instinto emocional enseña que no podemos contentarnos, en la organización de la vida social, con un racionalismo del Siglo de las Luces que fue prospectivo pero se volvió mórbido. La constatación novelesca y matizada de Houellebecq sirve como testimonio de esta situación. Las pasiones y las emociones compartidas vuelven a ser el fundamento del hecho de vivir juntos. Hay que poner en marcha una “razón sensible” que sea capaz, más allá de toda estigmatización, de acompañar ese nuevo vivir juntos, dotado de un evidente vitalismo existencial.

En eso consiste el trabajo de duelo que está en curso actualmente. Es esto lo que anima secretamente a las masas reunidas en Francia y en el extranjero. Masas constituidas por mosaicos de tribus, comunidades y otros grupos movidos por el mismo sentimiento de pertenencia. Grupos que muestran tanto la diversidad que habita en las culturas como la posibilidad de su acomodamiento, pues el politeísmo de valores es la marca esencial de la postmodernidad. Sólo constatando y aceptando tal diversidad podremos desarmar los diversos fanatismos y combatir su perversión sanguinaria.

El racionalismo estéril del Uno

El relativismo sabe por experiencia y desde hace mucho tiempo que, como decía Horacio, multa renascentur quae jam cecidere… (“renacerán palabras que ya decayeron, y decaerán las que ahora se usan”). La sabiduría popular entiende que otra época está naciendo y es eso lo que la incita, espontáneamente, a aclamarla multitudinariamente. Entretanto, obnubiladas por ese totalitarismo difuso que es el fantasma de lo Uno, lo que Auguste Comte llamaba precisamente reductio ad unum, las élites siguen sin comprender gran cosa sobre la veta profunda que anima a nuestras sociedades.

En un lamentable combate de retaguardia, los biempensantes tratan incluso de utilizar a las multitudes. Pero nadie se toma en serio esa maniobra. No olvidemos que la verdadera risa es la que se burla de aquellos que deploran los efectos de las causas que defienden. Se trata, en este caso, de la República Una, ésa de la laicidad dogmática y del racionalismo estéril.