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Bitácora bifronte
Jair Cortés
Coral III
Kriton Athanasoúlis
El fin del futuro y
la crítica marxista
Carlos Oliva Mendoza
González Morfín, un idealista ejemplar
Sergio A. López Rivera
Clarice Lispector
y la escritura
como razón de ser
Xabier F. Coronado
El corazón salvaje
de Clarice Lispector
Esther Andradi
Gotas de silencio
Vilma Fuentes
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Gotas de silencio
Vilma Fuentes
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¿Quién, al despertar,
no ha
intentado relatar
un sueño,
antes de verlo desvanecerse en ese alejamiento
donde se exilian de nosotros los desaparecidos? Contarlo a un
amigo, a un
analista, a quien
duerme y despierta a nuestro
lado.
Al otro. En silencio, a sí mismo. En
voz alta
o en secreto. Trocarlo en
palabras para tratar de
retenerlo. La
memoria, ésa que evocamos y
convocamos
a nuestro antojo, ¿no está
hecha de palabras?
Recuerdos mentales
que otorgan las apariencias y la
engañosa
seguridad de lo real. Vecinos, pobladores de
una ciudad fantasma, ajenos a la voluntad,
otros recuerdos,
los de la memoria subterránea
del cuerpo, aparecen,
epifánicos, sin anunciarse.
Vívidos como fueron vividos,
nos devuelven
instantes que escapan a la voracidad del tiempo.
O, acaso, somos nosotros quienes, fugitivos de las horas, volvemos
a un momento pasado que no acaba y donde los muertos
siguen vivos. El territorio de los sueños, bosque umbrío sacudido
por el viento que invita a la luz a iluminar sus oscuros caminos, es
silencioso. Las palabras, escasas, son ecos. Las imágenes, abundantes,
son un juego de cajas chinas; en la primera imagen están contenidas
las demás. Superpuestas, se despliegan. Borges describe a un soñador
que ve ondular una cortina. Sabe que alguien se oculta tras ella y que una
garra va a aparecer. Ve salir la garra antes de ser atacado. ¿Se despertará
antes de morir? Borges no lo aclara. Tampoco explica, ni interpreta.
Marcel Proust alude a la memoria involuntaria del cuerpo, sin nostalgias,
cuando el narrador, entre el sueño y la vigilia, extiende los brazos
y siente contra su cuerpo el de Albertina, fallecida años antes. Recuperación
y regalo de momentos enterrados por el olvido, que el tiempo
transforma en diamantes.
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¿”El sueño es una segunda vida”, como creía Gérard de Nerval? Lejos
están los tiempos en que los griegos no hacían distinciones entre lo
vivido en sueños y lo vivido en vela –repetía fray Alberto de Ezurdia,
con una voz cavernosa digna de los albores del tiempo, al comenzar su
curso de Historia de la filosofía.
Las palabras, las imágenes, el tiempo, la memoria de los sueños pertenecen
a un universo paralelo (aunque ¿no nos enseña Einstein que las
paralelas no existen pues se encuentran en el infinito?) , distinto al de la
vigilia. Querer relatar lo soñado con el lenguaje que usamos para expresar
eso que llamamos la realidad es un deseo luciferino e inútil. Igual sería
tratar de imponer la vida en vela a los sueños. Las interpretaciones son
vanas, o al menos truncas. Lo propio del sueño es la imposibilidad de
traducirlo a la palabra.
“El psicoanálisis nunca ha logrado hacer hablar las imágenes”, señala
Michel Foucault, en su lúcida y atrevida introducción al ensayo de
Ludwig Binswanger, Traum und existenz (Sueño y existencia). Impugna
las interpretaciones freudiana, lacaniana y otras, las cuales podrían aplicarse
a casos particulares pero no a todos los sueños. A partir de Heráclito:
“El hombre despierto vive en un mundo de conocimiento; pero el
que duerme se vuelve hacia el mundo que le es propio”, Foucault indica
la negligencia del psiconálisis “a propósito de la riqueza sensorial en la
imaginería del sueño, toda esa plenitud
que hacía decir a Landermann:
“cuando nos abandonamos a los sentidos
es cuando somos atrapados en un sueño”.
De la mano de Novalis, para quien es en
el sueño donde “reside la Eternidad con sus
mundos, el pasado y el recuerdo”... guiado
por textos poéticos, a la manera de los raros verdaderos
pensadores (evito decir filósofos por el
abuso de esta palabra en Europa), como Hegel, Heidegger
o Jean Beaufret, Foucault rescata del silencio los
implícitos del texto de Binswanger, revelación de la otra
cara del sueño: la de la muerte. “En lo más profundo de
su sueño, el hombre encuentra su muerte –muerte que en
la forma más inauténtica no es sino la interrupción brutal y
sangrienta de la vida, pero en su forma auténtica es el cumplimiento
de su existencia.”
“No es un azar sin duda –señala Foucault–, si Freud fue detenido,
en su interpretación del sueño, por la repetición de los sueños
de muerte: marcaban, en efecto, un límite absoluto al principio biológico
de la satisfacción del deseo.” Presagios desde la Antigüedad, los
sueños pierden sus dones proféticos para convertirse en icebergs del
inconsciente. El psicoanálisis les presta una palabra que les es tan ajena
como lo es a la muerte. En los sueños, la muerte aparece a veces como
una amenaza, a veces con otro rostro, “ya no el de la contradicción entre
la libertad y el mundo, sino ése donde se alcanza su unidad originaria”.
Al anunciar la muerte, el sueño manifiesta la plenitud que es la meta de
la existencia. El sueño de la muerte aparece como un destino, paso de la
vida hacia la existencia: “¡Banquo, Donalbain, Malcolm, despierten!
Sacudan ese calmo sueño que no es sino una mueca de la muerte, y
vengan a ver la muerte misma”, invita Macbeth, aceptando su muerte.
Me veo en sueños, angustiante pesadilla, al borde de un abismo. No
hay camino hacia adelante ni hacia atrás. El vértigo vuelve inminente la
caída al vacío. Despierto, con gotas de sudor en la frente, temblorosa,
dichosa de volver a la vigilia que me da la ilusión de escapar a la muerte.
Otras noches, me veo en sueños en la cima de un lugar desde donde
contemplo los abismos, donde el salto al vacío es vuelo. Me veo enseguida
en lo más alto de un camino. Alguien me propone bajar del vehículo
que nos conduce a la muerte. Me niego, la muerte se presenta como
una culminación heroica, umbral de la inmortalidad, gloriosa. Me
despierto en un estado de exaltación que sólo he conocido después de
este segundo sueño. ¿Cómo no recordar a López Velarde cuando se habla
de sueños?
Soñé que la ciudad estaba dentro
del más bien muerto de los mares muertos...
Para volar a ti, le dio su vuelo
El Espíritu Santo a mi esqueleto...
¿Conservabas tu carne en cada hueso?
El enigma de amor se veló entero
En la prudencia de tus guantes negros.
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