Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Coral III
Kriton Athanasoúlis
El fin del futuro y
la crítica marxista
Carlos Oliva Mendoza
González Morfín, un idealista ejemplar
Sergio A. López Rivera
Clarice Lispector
y la escritura
como razón de ser
Xabier F. Coronado
El corazón salvaje
de Clarice Lispector
Esther Andradi
Gotas de silencio
Vilma Fuentes
Leer
Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
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Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
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Felipe Garrido
Vera
Mi abuela Vera murió cuando yo tenía doce o trece años. Mis papás se habían ido a Morelia y me quedé con mamá Rosa, mi otra abuela, que vivía con nosotros. Mi abuela Vera se ha de haber muerto un viernes o un sábado, porque me acuerdo que el domingo me arreglé, me puse aquella falda roja que me gustaba. Había amanecido de buenas. Nunca la quise, ni ella creo que me haya querido. Nunca un beso, un arrumaco, un nada. A mí me valió, la verdad. No sentí, la verdad, no sentí nada. Si se había muerto o no se había muerto, para mí era lo mismo. Mamá Rosa se me quedó viendo. “Voy a la iglesia –le dije– y a comprar nieve y a dar la vuelta con mis amigas.” Tenía doce, trece años. Y ella me dijo, asustada: “Pero si estamos de luto.” “¿De luto?”, repliqué. “ ¿No ves que se murió tu abuela? Mira cómo andas mientras ella está ahí, tendida.” Y ya no pude; me solté a reír; me la imaginé así como era, gordinflona, pintada, con sus mascadas, puesta en un tendedero. |