Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Coral III
Kriton Athanasoúlis
El fin del futuro y
la crítica marxista
Carlos Oliva Mendoza
González Morfín, un idealista ejemplar
Sergio A. López Rivera
Clarice Lispector
y la escritura
como razón de ser
Xabier F. Coronado
El corazón salvaje
de Clarice Lispector
Esther Andradi
Gotas de silencio
Vilma Fuentes
Leer
Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Ana Luisa Valdés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch
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Hipnotismo
A este pueblo olvidado en el que vivo vino Giovanni El Hipnotizador. Instaló su carpa a espaldas del panteón. Nos pareció que sería un buen pasatiempo y fuimos. Había una cola grande esperando entrar. Algunos, incluso, con tal de no perderse la función, maquinaron escurrirse por un agujero al menor descuido de la boletera. Estaba llena la carpa de miradas expectantes. Entre ellas relucía la del primo Lorenzín el Paralítico, en su silla de ruedas. A la tercera llamada salió Giovanni El Hipnotizador, vestido todo de negro, salvo la corbata, que era un enorme arco iris. Hacía un calor que mordía los huesos. Giovanni El Hipnotizador levantó una mano y pidió tres voluntarios. De una esquina saltó un hombre de camisa abierta por el medio y sombrero. Del otro extremo uno que parecía haber salido de ultratumba. Faltaba uno. El primo Ico, que estaba en la fila de adelante, le dijo a Lorenzín el Paralítico: súbete, vale, pa’ que te cure. Y el primo Lorenzín el Paralítico le contestó: no, primo, porque si salgo de aquí caminando mi apá seguro me manda a trabajar al potrero. Mejor así. |