Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 11 de noviembre de 2012 Num: 923

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Coral III
Kriton Athanasoúlis

El fin del futuro y
la crítica marxista

Carlos Oliva Mendoza

González Morfín, un idealista ejemplar
Sergio A. López Rivera

Clarice Lispector
y la escritura
como razón de ser

Xabier F. Coronado

El corazón salvaje
de Clarice Lispector

Esther Andradi

Gotas de silencio
Vilma Fuentes

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Galería
Ana Luisa Valdés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch


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Luis Tovar
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Morelia X (I DE III)

En 2006 hubo críticos de cine que se comieron crudo a Pablo Larraín, luego de haber decidido que el debut de éste como director de largometrajes de ficción, titulado Fuga, contenía todos los defectos existentes más otros aún por inventar. Este juntapalabras no conoce la cinta en cuestión y, por lo tanto, se halla en clara desventaja lo mismo para suscribir, si fuera el caso, que para refutar, como bien podría suceder, el rosario de impiedades con las que el realizador chileno fue apedreado hace un sexenio.

Aun así, cabe la conjetura de que dicha lapidación sea más el resultado de esa práctica tan común para muchos colegas, consistente en comportarse como quien gusta de matar moscas a cañonazos, pues difícilmente alguien pasa de ser un albañil chambón que no sabe ni pegar un ladrillo con otro, a un ingeniero que construye rascacielos, valga la metáfora, porque de algo así se trataría en el caso de Larraín si se aceptara el dictum de la crítica argentina según el cual Fuga es un filme deleznable, y acto seguido se compara con el desempeño que su director tuvo apenas dos años después, en 2008, y más aún si se coteja con lo realizado en 2010 y en este 2012. Es decir, con Tony Manero, Post mortem y No, las tres cintas dirigidas, escritas o coescritas, producidas o coproducidas por este chileno a quien, evidentemente, no debe haberle espantado el sueño el sonido de los hachazos críticos que le tocó escuchar hace seis años. Entre otras cosas, porque resultó más atendible el “ruido” que produjeron por todas partes los elogios y los reconocimientos, sobre todo para Tony Manero y, muy recientemente, para No, cinta ganadora del premio a la mejor película de la Quincena de Realizadores en Cannes.

Lo menos que puede afirmarse a favor de Larraín es que fue capaz de lograr que Gael García, aquí de protagonista, actuara, esta vez y para variar, sin interpretarse a sí mismo. Pero eso, ya se dijo, es lo de menos.

Lo de más es que con este No, Larraín corona una trilogía fílmica en la que pone de manifiesto indiscutibles habilidades de su oficio, pero, además y especialmente, que son de largo alcance y vienen con un extra fundamental: que esos talentos no han sido puestos en juego para que cualquier tablajero metido a crítico se convenza de guardar el machete, sino para estructurar, con la fuerza y la profundidad inherentes al tema, un fresco de ficción en el que cualquiera pueda ver y entender tan desde adentro como sea posible, un lapso dolorosísimo de la historia. “Chilena”, podría haberse adjetivado, pero mejor no se adjetiva, porque la historia que se cuenta aquí, en clave de realidad real realmente ficcionada –con y sin juego de palabras–, esta historia, difícil y dolorosa, sucedió en Chile pero atañe también a cualquiera que no tenga por ventura ser chileno.

Se quiere hablar aquí de No en particular, pero resulta muy difícil, si no imposible, pues con Tony Manero y Post mortem las tres son una sola cosa, un solo tiempo: el del pinochetazo y la inmediata dictadura del gorila condecorado y hasta bendecido en su momento por el muy pío Juan Pablo II; desde que la CIA le dio su apoyo al espadón en el asalto a La Moneda y hasta que la misma cia le levantara la canasta a ese mismo genocida legitimado, quince años más tarde, permitiendo algo que en México raramente sucede: que las elecciones las gane quien de veras las ha ganado.

Para quien no lo sepa o lo haya olvidado: en 1988, en Chile se votó sí o no a la permanencia en el poder de la bestia uniformada aquella, y los chilenos, además de votar, miraron de frente el rostro contradictorio de sus muy profundas divisiones, y lo hicieron sin ambages ni florituras, como lo muestra Larraín abiertamente:  el sí a la derecha y el no a la izquierda. Nada de “más allá de ideologías”,  como les encanta decir a quienes ni siquiera son capaces de identificar o confesar la ideología propia. Nada de tibiezas o medias tintas:  en la trama, dos publicistas abocados a “vender su producto” uno compitiendo con el otro, en su terreno y con sus armas, ésas tan premonitorias en aquellos tiempos, tan actuales en éstos, tanto en Chile como en el resto del mundo: propaganda disfrazada de publicidad, estrategia “dulcificada” en promoción, jingles, gimmicks, imágenes y sonidos “aspiracionales” de bucolismo optimista, campañas del miedo con sus amenazas ni siquiera veladas, todo en la misma cazuela con forma de pantalla de televisión.

Para quien lo haya olvidado o no lo sepa:  en 1988 ganó el no, por causas que los chilenos siempre estarán en insuperable posición de entender y explicar, como bien lo consigue Pablo Larraín con el que apenas es su cuarto y excelente largometraje.

(Continuará)