Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 11 de noviembre de 2012 Num: 923

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Coral III
Kriton Athanasoúlis

El fin del futuro y
la crítica marxista

Carlos Oliva Mendoza

González Morfín, un idealista ejemplar
Sergio A. López Rivera

Clarice Lispector
y la escritura
como razón de ser

Xabier F. Coronado

El corazón salvaje
de Clarice Lispector

Esther Andradi

Gotas de silencio
Vilma Fuentes

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Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
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Javier Sicilia

El corazón de Saint Antoine

La fundación de ciertos sitios guarda, junto con sus nombres, una vocación. El Arca de Saint Antoine, a donde me he retirado un par de meses, es una de sus más bellas expresiones. El Arca, fundada por Lanza del Vasto, un discípulo católico de Gandhi, es lo opuesto a la desmesura atroz de México: un sitio donde el trabajo con las manos camina al lado de la vida espiritual; un mundo que, para decirlo con una frase de Lanza, guarda un profundo equilibrio “entre lo que la boca pide y la mano puede dar”, entre la vida común, pobre, austera y solidaria, y la construcción de la vida interior de las personas.

El Arca de Saint Antoine se encuentra en lo que fue la abadía de Saint Antoine de Viennois –la ventana de mi celda se abre a un hermoso jardín que colinda con la espalda de su iglesia–, en el Departamento de l’Isiere, entre el río del mismo nombre y el Rhône, frente a las montañas del Vercors, donde los maquis fundaron y vivieron la Resistencia.

La abadía y la pequeña población que la rodea se fundaron en el siglo XI cuando, dice la leyenda, el señor feudal Geilin trajo de Egipto el cuerpo momificado de San Antonio Abad.

Durante muchos siglos, la abadía, custodiada por los benedictinos y servida por los antoninos –una cofradía de laicos dedicados a los enfermos que más tarde se volvería orden religiosa–, se convirtió en un punto fundamental de las peregrinaciones medievales. No sólo porque allí se encontraban las reliquias de San Antonio, sino porque ellas curaban milagrosamente a los enfermos de “el fuego de San Antonio” o “el fuego del infierno”, esa enfermedad conocida ahora como ergotismo y que, producida por hongos parásitos en las gramíneas, provoca un frío intenso seguido de una quemazón aguda en todas las articulaciones y deriva en gangrena.


Saint Antoine de Viennois

Hoy la abadía está ocupada por la comunidad de El Arca que, como dije, retoma, de alguna forma, la vocación de San Antonio Abad. Antonio era ciertamente un sanador, pero no de enfermedades físicas, sino del alma y del cuerpo, de la carne, en el sentido del ser humano como espíritu encarnado. Fundador, junto con otros, de la vida espiritual del desierto, antecedente del monaquismo, San Antonio –sobre el que Flaubert escribió una hermosa novela, Las tentaciones de San Antonio, y Luis Buñuel hizo una sarcástica película, Simón del desierto– era un Padre del Desierto que, a pesar de vivir como un eremita, fue un profundo modelo cristiano que a muchos hombres que huían de la decadencia del imperio romano y buscaban una salida a las desmesuras del mundo, los ayudó a encaminar y sanar su vida espiritual y a vivir en comunidad.

Si los antoninos, que se dedicaron a sanar enfermedades asociadas con el infierno y el desprecio de los hombres –también se dedicaron a curar leprosos–, eran una metáfora de la salud traída por el Evangelio a través de las reliquias de Antonio, El Arca retoma, para estos tiempos, lo que San Antonio Abad y los Padres del Desierto fueron para la crisis civilizatoria de su época: una alternativa a la decadencia y las desmesuras del mundo que en México tienen el rostro de la corrupción del Estado, del crimen y de la impunidad.

El Arca es, en este sentido, lo que fue para los tiempos bíblicos el Arca de Noé, y para los tiempos de San Antonio, el desierto: una nave, un sitio, para salvar la creación de un terrible diluvio, pero no de agua sino, como lo dijo el propio Lanza pensando en las catástrofes de una civilización basada en la desmesura de la técnica y de su recurso al poder y al dinero, “de fuego perpetrado por la mano del hombre”.

Su vida austera, pobre, comunitaria, le devuelve su sentido más profundo a la palabra economía: el cuidado de la casa, y a la vida espiritual, su profundidad más plena:  el amor, el servicio a los otros. Quizá, como sucedió con los Padres del Desierto, el Arca sea una memoria del sentido humilde de la vida que, en los momentos más catastróficos de la crisis civilizatoria, pueda, junto con otras formas del común –pienso en el zapatismo–, salvar la vida y preservar la dignidad de lo creado.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.