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Verónica Murguía
Ni te cases, ni te embarques
El viernes trece de mayo mi marido tuvo una cita con el contador. La cita fue, previsiblemente, un poco árida. Pero como cayó en viernes trece, mi marido, un señor racional y sensato aunque supersticioso como él solo, quedó muy agobiado.
–No te espantes, hombre –le dije–, lo del viernes trece es de gringos. Ya ves las películas de Jason y todo eso, pero para nosotros el día peligrosón es el martes. Martes es el día de Marte, dios de la guerra. El viernes es de Venus, la diosa del del amor.
–Sarabá, sarabá –me contestó, mientras se frotaba el cráneo y hacía el gesto de arrojar algo lejos de la cabeza.
Sarabá es una suerte de ensalmo conciliatorio que le aprendió al poeta Álvaro Mutis, el auténtico Maqroll de corazón solar y marinero, que es lo mismo que decir supersticioso. Ni modo, como llevamos mil años casados se me han pegado varias mañas, así que yo también murmuré sarabá, toqué madera sin patas y chisté la boca tres veces.
Y como escribió Hugo Hiriart, en ese breve instante en el que cumplimos con nuestros rituales para alejar la desgracia, creímos que no iba a pasar nada.
En el transcurso de la vida con mi marido he aprendido a valorar los amuletos: patas de conejo, tréboles, herraduras, pero sobre todo he aumentado mi, ya de por sí considerable, coeficiente de desconfianza en la suerte. Por eso me he bajado de la banqueta al ver escaleras, recojo la sal si la tiro, no entrego el salero en mano de nadie, toco madera y procuro no hacer citas los martes trece. Lo del viernes fue, espero, un lapsus, aunque es posible que se nos pegue, pues las supersticiones son contagiosas aunque vengan de otra cultura.
Mi número es el siete. No es una elección original, pero si ya se vendió el boleto siete de la rifa, trato de comprar el ocho, porque a los chinos les parece el más auspicioso del universo y ellos son grandes creyentes en la suerte. También el tres tiene lo suyo en Asia.
El tres les parecía sensacional a los medievales por aquello de la Santísima Trinidad y el seiscientos sesenta y seis es un tétrico por culpa del Apocalipsis de San Juan. El trece es número aciago para los católicos, pues fueron trece a la mesa en la Última Cena. Por eso el martes trece es tan adverso, pues se combinan el número maldito y el día del dios guerrero. Pero es que de la guerra, y eso es verdad, no puede salir nada bueno.
El lector recordará que el dios de la guerra es Marte, el Ares de los griegos. Nació de su madre, sin concurso de padre y a causa de un pleito. Ares es tracio –para los griegos, los tracios eran siempre brutales y dados a la lucha– malgeniudo, pelirrojo, sanguinario. Cuando baila lo hace tan sin gracia y con gestos tan horribles, que los demás dioses se asustan y lo miran con aprensión. Nadie lo quiere en el Olimpo, a excepción de Afrodita, la diosa del amor y la belleza, porque ella siempre se enamora de quien no debe.
La disputa que dio origen al dios de la guerra ocurrió porque Zeus solito parió a Atenea, la diosa de la inteligencia, después de devorar a Metis, la astucia. Así demostró que podía tener hijos sin necesidad de coito ni esposa. Atenea salió de la cabeza de su padre completamente armada y hecha ya una mujer joven. Tan estaba armada que lo que pasó en el cuerpo de Zeus por un dolor de parto fue una migraña de aúpa, pues la punta de la lanza de su hija le arañaba la cabeza desde adentro.
Hera se enojó muchísimo; fue a los confines del mundo a buscar ayuda y la encontró en Flora. Ésta la rozó con una flor mágica, el capullo de Oleno, que podía preñar sin contacto sexual. Hera logró el empate, el hijo nacido sin el amor de Zeus: Ares.
Este mito me parece bello y, como suelen ser los mitos, misterioso y revelador al mismo tiempo: claro que la inteligencia es producto de la astucia (Metis) y su unión con algo superior, una suerte de chispa divina (Zeus). Es lógico que haya salido de la cabeza de Zeus, no del muslo, como su hermano Dionisio. Y que haya nacido con armas. Es lógico que Ares haya sido concebido en una rabiosa soledad y es evidentísimo que no es hijo del amor.
El viernes trece, sospecho, es de mala suerte porque fue en viernes que Cristo fue crucificado.
Abundan los días infaustos, pues. Pero como soy mexicana, ya me dan lo mismo martes trece que dieciséis de septiembre, o lo que sea. Para nosotros todos los días son de andarse con cuidado y con el trébol de cuatro hojas en la cartera.
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