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Manuel Stephens
Un desierto para la danza (I DE II)
El festival sonorense Un desierto para la danza llegó a su edición número trece. La ciudad de Hermosillo albergó a nueve agrupaciones, dos de ellas españolas. Este festival destacó por la cuidadosa curaduría, un aspecto que se suele descuidar en celebraciones de este tipo. Las funciones se caracterizaron por explorar el lenguaje del movimiento desde perspectivas arriesgadas, y aunque el resultado no siempre fue el óptimo, los organizadores fueron coherentes con sus premisas.
Cada año una compañía sonorense es anfitriona del festival. Este año tocó el turno a Producciones La Lágrima, que dirige Adriana Castaños, quien ha sido y es, indudablemente, una figura indispensable, siempre renovada, que nos permite entender el desarrollo histórico de esta disciplina a través de su visión y reflexión sobre el mundo.
Castaños hizo la producción ejecutiva de una “instalación coreográfica” de la autoría de Benito González, codirector, junto con Evoé Sotelo, del grupo Quiatora Monorriel. Entre las propuestas más interesantes y bien construidas de la danza contemporánea se cuenta el trabajo de los coreógrafos sonorenses. Benito González es un coreógrafo “limítrofe” que ha recuperado elementos de las “vanguardias” –el término está a discusión– fortificadas a partir de los años cincuenta.
Foto: Edith Cota |
La colaboración de González con La Lágrima produjo una pieza sumamente provocadora: Hymen Vorgos. Descrita como una “instalación coreográfica”, la obra se resiste a categorizaciones tradicionales, conservadoras y rígidas. Al ser una instalación, entramos de inmediato en el ámbito de las artes plásticas. El inmaculado espacio blanco en que se desarrolla la representación es intervenido con una tarima negra en cuyo centro, clavados hacia el piso, hay dos grandes cubos de hielo.
El uso del color está restringido a los opuestos: blanco y negro. Esta “bicromía” es reproducida en el vestuario de los actores-bailarines, quienes usan estilizadas pelucas negras con reminiscencias japonesas y batas-vestidos blancos. Lo anterior se enfatiza con pintura corporal que también los vuelve blancos a la manera del butoh, y que es complementada con diseños en negro que se convierten en tapabocas, antifaces o en guantes en el caso de los brazos.
El movimiento es sumamente pausado y prácticamente se limita a la locomoción perfectamente coordinada en ritmo y composición en el espacio, con breves y ocasionales gestos de los brazos y manos –que en ocasiones parecen mudras–, o cambiando ligeramente de posición en las sillas de acrílico colocadas en las cuatro esquinas del espacio en que se da la acción. La radical economía en el movimiento remite a la corriente de la “no danza”. Sin embargo, la contención y control de los intérpretes, quienes llevan botas con muy altas plataformas y cuyo tacón no está en el talón sino se desprende de estas últimas, requiere de una concentración que incluso les permita cerrar los ojos estando de pie sobre un calzado que los pone en riesgo.
Foto:Juan Casanova |
Las implicaciones simbólicas de Hymen Vorgos se multiplican conforme el espectador va descubriendo los detalles. La atmósfera aséptica, que puede remitir a un laboratorio extraído de una futurista y demoledora fantasía Sci Fi, es contaminada por elementos al parecer orgánicos que se entrevén al interior de los bloques de hielo. La seducción y la pesadilla de un mundo cibernético que no admite variantes y emociones siempre estará amenazado por las regiones ocultas del yo, de lo humano. Asimismo, la repetición de loops de movimiento dota de una calidad ritual y discretamente perversa a la acción.
Hymen Vorgos es una representación plena y exitosamente conceptual que corrobora que Benito González es fiel a sus intereses estéticos y los plasma con contundencia. El coreógrafo ubica esta obra como continuación del periplo iniciado con Alas de Madonna, estrenada en el marco del Festival de México.
Son muchos quienes intervinieron en esta pieza; hay que resaltar a los intérpretes Nadia Rodríguez, Jessica Félix, Emmanuel Pacheco, Alejandra López Guerrero y Marco Iván Ochoa; el diseño de imagen de Mauricio Ascencio, el de objetos de Germán Noriega, el diseño sonoro de aka Conasupo y por supuesto la dirección y coreografía de González.
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