Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 29 de mayo de 2011 Num: 847

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Ricardo Venegas

Lo conocido
Nikos Fokás

El terremoto y Japón
Kojin Karatani

No es maná lo que cae
Eduardo Mosches

Hablar de Leonora
Adriana Cortés entrevista
con Elena Poniatowska

Los volcanes de
Vicente Rojo

Carlos Monsiváis

El corazón more geométrico
Olvido García Valdés

Ordenar, Destruir
Sergio Pitol

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Hugo Gutiérrez Vega

Con Javier Egea en Granada La cultura del Islam

Los países occidentales siempre han sido despectivos con la cultura del Islam. Carlyle, imperialista como una taza de té inglés venido de China o de India, hablaba pestes de El Corán y lo consideraba aburrido, y mal escrito (es claro que el buen caballero británico sólo conocía las pésimas traducciones al inglés del libro sagrado). Hace poco un clérigo rabioso organizó una quema de El Corán. Sus racistas feligreses, encantados y enardecidos, participaron en el acto inquisitorial, nazi y kukluskanesco. Gracias a las nuevas traducciones sabemos que El Corán es un hermoso libro, lleno de sabiduría y de amor por los otros. Vale la pena leer las suras de este libro tan vilipendiado por el eurocentrismo, para enterarse del verdadero sentido de la religión islámica (por supuesto que hay en ella grupos radicales, fanáticos y fundamentalistas; también los hay en las iglesias cristianas).

Hace unos días recordaba una tarde en Granada. Paseaba con el poeta Javier Egea y hablábamos alegremente sobre los prodigios del Al Andalus, de sus poetas, médicos, arquitectos, científicos, filósofos que regresaron a Occidente la herencia de Aristóteles y de Platón, historiadores, artesanos, jardineros, constructores de fuentes prodigiosas.

Por esos días yo había publicado “Poemas para el diván de Al Mutanabbi”, se trataba de rendir un homenaje al poeta nacional de todos los pueblos árabes y de asumir con sinceridad las influencias que sobre mi trabajo ejercían los poetas del Medio Oriente que estudiaba con ahínco y deslumbramiento en la biblioteca de la Universidad de Cambrige. El imperialismo victoriano había “salvado” ese patrimonio cultural al arrancarlo de las manos de sus dueños a quienes los colonialistas juzgaban bárbaros irredentos. Lo mismo hicieron con el patrimonio cultural griego que, sin la menor vergüenza, se robaron. Mi querida amiga, la gran actriz Melina Mercouri, ministra de Cultura del gobierno socialista de Andreas Papandreu, reclamó a los británicos el regreso de las prodigiosas piezas arqueológicas. Nunca le hicieron caso. Nos sentamos en una banca de el Paseo de los Tristes y Javier me pidió que le leyera algunos de los poemas de mi homenaje a Al Mutanabbi y a otros poetas de su tiempo, como Al Sharif al Radi. Una hermosa mujtajta de este poeta iluminó la tarde granadina: “Pasaré la noche con el inmenso desierto que hay entre mí y el estar contigo.”

Tanto abandono, tanta soledad hacían daño. Por eso la mujtajta los conjuraba (la poesía es, muchas veces, un conjuro). Una traducción un poco descuidada en materia de tiempos y costumbres, nos sirvió para entrar al mundo de Al Mutanabbi: “En un papel pequeño, muy pequeño, cupo mi testamento: los dibujos de mi pena y de mi alma el caudal, y tu nombre tan sólo como el de mi heredera universal.” Se encendieron los faroles de el Paseo cuando le leí mi dedicatoria al enorme poeta de la sensibilidad árabe: “Acusado de profeta aunque siempre dijiste que sólo podías cantar lo presente./ Recibiste los dones de Hamdanid Sayf al-Daula, y más tarde recorriste a pie y con los ojos cubiertos de polvo el camino de Egipto./ Fueron pequeños los grandes deseos en la época de tu grandeza y grandes los deseos pequeños en el último tramo de tu desolación.” La noche nos obligó a refugiarnos en una pequeña taberna (Javier, para nuestra desgracia, las conocía todas). Pedimos unas copas de Montilla y, de repente, por una ventana se asomaron las luces que iluminaban ese poema en piedra y mosaico que es la Alhambra. Otro poema del homenaje a Al Mutanabbi brotó con naturalidad en la noche andaluza: “¿Cómo dormir sobre los guijarros de la soledad no deseada?” Pasaron las horas y siguieron los poemas. Javier, amable como pocos a pesar de su mucha angustia, insistía en que siguiera la lectura. Le propuse cambiar de tema. Aceptó y nos pusimos a hablar de las qasidas y gacelas de García Lorca, de los poemas de La casa encendida, de Luis Rosales y del libro con el que Javier ganó el premio de Huelva, Paseo de los tristes.

Esa tarde nos hundimos en el mundo islámico. La terminamos leyendo una sura de El Corán y unas traducciones de jarchas andalusas hechas por el gran arabista don Emilio García Gómez. Desde lo alto de la montaña nos veían los poetas y los filósofos que llevaron a Al Andalus la fuerza y la ternura de la lírica árabe.

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