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Tiempo vertical
Con Juan Francisco Sicilia Ortega
y con Javier y María del Socorro y todos sus –nuestros– hijos
De tantas que han sido y no dejan de ser, ya basta. Porque hay muertes en la vida que horadan el aire y el agua, que no tocan la tierra ni el fuego, que no terminan, que no mueren. Cuando se desprenden de sus cuerpos tendidos, los miran con amorosa piedad, pero se niegan a entrar solamente en la memoria, en el suave rumor de la ausencia; son presente puro, sonoro, erguido. Están abiertas, suspendidas, hilvanando su pulso en la injusticia bestial que inauguró su tiempo, un tiempo vertical que ciñe los días ya sin noche, una sola luz inmóvil, una vigilia sin contornos. No son la muerte natural que afirma y sustenta el tiempo humano, ése que abre y cierra umbrales y levanta su futuro en el recuerdo, en la herencia del espíritu. No. Son las muertes hechas a mano armada, puños alevosos y dedos artillados en el delirio del absurdo, la cobardía y el embrutecimiento monolítico. Salimos y nos cerca su presencia, entramos y su aliento nos roza la nuca; ya siempre están a punto en todas partes, al otro lado de la calle, en la puerta, bajo la ventana, sombra de nuestra sombra, fractura del agua. Son las muertes que cultiva el hambre; las que fermenta la miseria y montan la violencia en la barbarie; las que pululan en los innumerables vicios del poder y del dinero, la corrupción del Estado, la incesante avaricia y extravío del mercado y el consumo; las que prosperan en la sordera compacta, densa, maciza de los políticos y sus corbatas de seda, sus pesados relojes y fistoles de oro, sus discursos llenos de saliva y pecho.
No son una abstracción. No son una metáfora. Son muertes de carne y hueso, con familia, altura, historia, casa. Y país.
Esas muertes nos siguen los pasos, nos salen al encuentro, reclaman su resonancia en nuestras voces, depositan sus rotas osamentas en la tibia humedad de nuestras manos, su grito en la espiral de nuestro oído. Nos llaman, dicen nuestro nombre para que digamos el suyo. Juan Francisco, Gabriel, Julio, Luis Antonio, Jesús, Socorro... ellos, ellas; cada uno es todos cada vez.
Sus muertes son ubicuas en el país, en ciudades, pueblos y caminos. Nos convocan a desandar sus pasos, o devolverlas a los ciclos de la vida, a redimir sus cuerpos desaparecidos y ultrajados, a lavar y cerrar sus heridas a la intemperie de su soledad, en desiertos, fosas clandestinas, cunetas, patios...
Su absurdo nos exige rehacer la trama del sentido, el aliento y el valor de la palabra entre nosotros, frente al Estado, en las leyes. La palabra. La justicia. La verdad.
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