Editorial
Ver día anteriorMartes 26 de octubre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Delincuencia y distorsiones mediáticas
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e divulgó ayer un video en el que el abogado Mario González Rodríguez, secuestrado hace unos días, realiza declaraciones que involucran a su hermana, la ex procuradora de Chihuahua, Patricia González, en numerosas actividades delictivas, y que la presentan como instrumento al servicio del cártel de Juárez. De inmediato la videograbación ha generado un revuelo mediático próximo al linchamiento; diversas voces del ámbito político han exigido la inmediata investigación de lo dicho por el plagiado, y no ha faltado algún político prominente que dé por buenos sus señalamientos.

En automático, se ha pasado por alto una circunstancia brutal: que las palabras de González Rodríguez fueron pronunciadas en el curso de un secuestro y que, al pronunciarlas, el declarante se encontraba en un estado de total indefensión ante sus captores (varios de los cuales aparecen en el video apuntándole con fusiles de asalto) y que lo dicho en la grabación carece, por tanto, de toda verosimilitud, así como de cualquier valor probatorio. Más grave aún, el coro súbito de indignaciones contra Patricia González pretende ignorar que semejante confesión, así como su posterior difusión, pudo ser el móvil central de los secuestradores, y su propósito, el de causar un escándalo como el que, efectivamente, se ha producido.

Es vergonzoso que, teniendo a la vista la comisión de un delito evidente –la privación ilegal de la libertad de González Rodríguez–, la opinión pública sea conducida a prestar crédito a una declaración que, evidentemente, fue extraída bajo presión y, acaso, mediante tortura. Al reproducir en forma masiva el video, convertir su contenido en noticia relevante y formular juicios condenatorios con semejante base, no sólo se falta a los principios éticos que debieran modular el ejercicio informativo, sino se presta un servicio a un grupo de secuestradores que, sin duda, publicó la videograbación como parte de una táctica cuidadosamente calculada, y que buscaba crear precisamente el efecto que ha conseguido.

No es la primera vez que, por estas vías, la delincuencia organizada logra colocarse como generadora de opinión y como protagonista mediática, lo que incide en un descrédito institucional aumentado y en una profundización de la incertidumbre y la zozobra ciudadanas.

Algo semejante ocurre con la tendencia de las autoridades y de los medios a concentrar la atención que generan masacres, como las perpetradas el pasado fin de semana en Ciudad Juárez y Tijuana, en la búsqueda de razones circunstanciales como la posible pertenencia de alguna de las víctimas a un grupo delictivo, en el primer caso, o la ejecución de una venganza por un decomiso de droga. El propio titular del Ejecutivo federal puso el ejemplo en febrero pasado, cuando con ocasión del homicidio múltiple perpetrado en Villas de Salvárcar, afirmó que las víctimas eran pandilleros (lo cual, para colmo, era falso), como si ese hecho atenuase la gravedad de lo ocurrido. La atrocidad de asesinar de golpe a una quincena de personas –independientemente de que fueran adictos, estudiantes, policías o delincuentes– se ve eclipsada, e incluso atenuada, por especulaciones y filtraciones acerca de los móviles para tales actos, y se soslaya el contexto general en el que ocurren: la impunidad, la inoperancia de las instituciones encargadas de garantizar los derechos fundamentales y el naufragio de la estrategia de seguridad pública y de combate a la delincuencia.