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Citlalli y Mario
E

l 3 de septiembre de 2017 el movimiento obradorista concretó su política de alianzas con la firma del Acuerdo Político de Unidad Nacional, en la explanada del Monumento a la Revolución. Entre morenistas y obradoristas se hicieron presentes representaciones de movimientos sociales, personas procedentes del mundo empresarial, figuras de la derecha política, los izquierdistas que aún quedaban en el PRD, luchadores sociales sin partido y todos aquellos que quisieran y pudieran aportar a una transformación nacional profunda. En paralelo a la construcción de la coalición partidista Juntos Haremos Historia, que tendió lazos entre Morena, el PT y el PES, en aquella cita se conformó un frente amplio cuyos integrantes estaban decididos a apostar por un cambio de paradigma de desarrollo, una reorientación general del Estado, el inicio de una guerra sin cuartel contra la corrupción y la evasión, la reforma y el saneamiento de las instituciones, el rescate del campo y de la soberanía nacional, entre otros puntos.

Se presentaba por tercera ocasión –después de 2006 y de 2012– un proyecto de nación distinto a lo que se había venido haciendo de manera implacable a lo largo de seis trágicos sexenios y que ese proyecto tenía tras de sí la fuerza de la mayoría de la población. Y no sólo se trataba de conquistar la Presidencia, sino también de conformar un gobierno viable que no despedazara al país más de lo que ya estaba, y para ambos propósitos se requería mover hacia la izquierda el polo gravitacional de la política nacional, con lo que eso significa: invitar al proyecto a muchos que hasta entonces habían permanecido al margen o que habían militado en bandos antagónicos al del partido-movimiento. Casi nadie en ese momento objetó el plan –que pasaba por romper el polo hegemónico de la derecha– porque el entusiasmo ante lo que se veía como una victoria posible y cada vez más inminente dejó atrás cualquier descontento ante la propuesta estratégica.

Al año siguiente se ganó la máxima posición del poder político, se ganaron las mayorías en ambas cámaras federales y se ganaron cinco gubernaturas en disputa y, en fidelidad a lo acordado, en la conformación del nuevo gobierno se incluyó a personas que no eran veteranas de la lucha contra el desafuero ni del plantón de Reforma, pero también pasaron al servicio público la mayor parte de los que habían sido hasta entonces dirigentes y militantes de Morena o figuras destacadas del movimiento. Eso estaba muy bien para gobernar, pero al partido de la Cuarta Transformación le significó una crisis casi terminal: perdió de golpe a su máximo dirigente y a la gran mayoría de sus cuadros, tanto en el ámbito federal como en los estatales. En la presidencia de Yeidckol Polevnsky Morena se paralizó y en la etapa siguiente, la de Alfonso Ramírez Cuéllar, fue el planeta el que se paralizó por efecto de la pandemia. La estructura partidista se volvió un hervidero de resentimientos y ambiciones que la llevó a un callejón sin salida, y fue por eso que el INE impuso la realización de una encuesta que, vista a posteriori, y por contradictorio que parezca, hizo posible reactivar la organización. No hay que olvidar que entre 2018 y 2020 Morena había pasado de ser una fuerza electoral arrolladora a un partido en rápido declive.

En el último tercio del sexenio obradorista se presentó otra circunstancia crítica: el relevo estatutario de la dirigencia nacional en un contexto en que se desarrollaba ya la contienda anticipada por la candidatura presidencial. Abrir la competencia interna habría sido catastrófico de necesidad, pues ésta se habría mezclado con la disputa por la postulación a la Presidencia, y por ello el tercer congreso, máxima y soberana autoridad del partido, optó por prolongar el encargo del presidente y la secretaria general del CEN mediante un artículo transitorio. No se trató, como dicen algunos con mala fe, de una relección ni de eternizar a nadie, sino de asegurar que el proceso de postulación no se contaminara con un recambio en los principales cargos nacionales de Morena, y al revés.

No soy delgadista ni citlallista y tengo claro que no hay dirigencia sin errores y defectos; pero reconozco que la gestión de ambos y de quienes ocupan otros puestos de dirección en el partido ha sido sumamente eficaz –17 gubernaturas ganadas en dos años es un dato contundente–, no sólo en el ámbito electoral sino también en el de la organización territorial y en el acompañamiento al Presidente. Y quienes lamentan que Morena postula a advenedizos y no a militantes con sello de autenticidad y denominación de origen olvidan que la política de alianzas del movimiento y de su partido no fue definida por Yeidckol, Alfonso, Mario o Citlalli, sino por el movimiento mismo, con Andrés Manuel a la cabeza, y que ha sido un éxito.

PD. Desde hace una semana Twitter no me permite ingresar a mi cuenta. No creo que sea un caso de censura, sino una muestra de su extrema ineptitud burocrático-tecnológica.

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